jueves, 29 de marzo de 2012

Hans Magnus Enzensberger



Canto VI


Inmóvil, observo este cuarto desnudo, en Alemania,
el alto cielo raso, antaño blanco,
el hollín que cae sobre la mesa en flecos diminutos;
y mientras la ciudad que me rodea oscurece de prisa,
yo me entretengo en recrear un texto que tal vez no existió.
Restauro mis imágenes, yo soy mi propio falsificador.
Y me pregunto la forma que tendría el salón de fumar
a bordo del Titanic, si las mesas de juego tenían
taraceas o estaban cubiertas de paño verde.
¿Cómo era en realidad?
¿Cómo era en mi poema? ¿Estaba en mi poema?
¿Y aquel hombre delgado, distraído, aquel ser excitado
deambulando por La Habana, presa de discusiones y metáforas
y aventuras de amor interminables? ¿Era realmente yo?
No podría jurarlo. Y dentro de diez años no podré jurar
que estas mismas palabras sean las mías, escritas
en el lugar más oscuro de Europa, en Berlín, diez años atrás;
es decir, hoy, para apartar mi mente de las noticias de la noche,
de los innumerables minutos sin fin que nos esperan
y que se extienden hasta el infinito, a medida que avanza no se sabe qué fin.
Dos grados bajo cero, en la ventana todo está negro, hasta la nieve.
Me invade, no sé por qué razón, una gran calma.
Miro hacia fuera como un Dios. No hay iceberg a la vista.



Agua salada en una cancha de tenis
puede ser una terrible molestia;
sin embargo, mojarse los pies
no significa que se aproxime el fin del mundo.
Como suicidas en busca de coartada, la gente
está ávida de que llegue el final,
y así pierden el control y los nervios.
En realidad, a nadie le gusta ahogarse, y menos
a dos grados por debajo del punto de congelación.
Si a la hora de peligro, el juicio
del pasajero no es tan mesurado como uno quisiera,
¡no importa! Después de todo, aquí estoy yo temblando
en esta nave que Dios ha abandonado, aunque es cierto
que viajo en Primera Clase, saboreando
un oporto de exquisita cosecha.

Presumamos por un momento
que el Titanic está a punto de hundirse,
aunque yo, ingeniero, poco dado a la fantasía,
sostengo que tal desenlace es bastante improbable. ¿Entonces?
No hay que preocuparse mucho. Las estadísticas indican
que en un momento dado pueden zozobrar una docena
de barcos sin que a nadie le importe, porque sus
nombres son Rosalind II o Bellavista
y no Titanic. No hay que olvidar que,
en este instante, surcan los siete mares
millares de naves que llegarán puntualmente a puerto,
aunque nosotros nos ahoguemos.

Además, toda innovación conlleva una catástrofe:
nuevas herramientas, nuevas teorías, nuevas emociones;
eso es lo que se llama evolución.
Y así, aunque en nuestra discusión imaginemos
que todos los barcos se han de hundir el mismo día,
en tal caso lo único que tenemos que hacer es
presentar algo nuevo: enormes planeadores en los cielos,
ballenas amaestradas, o nubes de hierro.
De lo contrario, llevar vidas estáticas.
Hace tiempo que los árboles lo practican con éxito. Y en caso
que no surjan ideas, peor para nosotros. Después de todo,
ya se han extinguido otras formas de vida,
yo diría que en beneficio nuestro.
¿Dónde estaríamos ahora sí los reptiles alados
y los dinosaurios no se hubieran topado
con algunas complicaciones? ¿Me comprende?

De todo lo cual concluyo que no tiene sentido
un punto de vista demasiado estrecho
sobre cualquier acontecimiento que nos concierna, por ejemplo,
nuestra muerte. Claro que lo que estoy diciendo,
como ingeniero e inveterado bebedor de vino oporto,
no revela nada totalmente nuevo,
de ahí que esté a punto de hundirme.



De modo que ésta es la mesa a la que se sentaron.
Desde fuera puedes ver, a través del ojo de buey,
en el salón de fumar, a B., un emigrante de Rusia
que, gesticulando, envuelto en la niebla azul
del humo exquisito de tabacos habanos,
marca Partagás, torcidos a mano,
perfectamente feliz y abstraído,
en la mesa verde, sin prestar atención
a icebergs, diluvios o naufragios,
predica la revolución
atareado en la predicación del evangelio de la revolución
a un pequeño grupo de barberos, jugadores
y telegrafistas. Uno lo ve,
pero no puede oír lo que dice.
El grueso cristal convexo del ojo de buey,
que refleja el bronce de los herrajes,
está hecho a prueba de ruidos. Palabras inaudibles;
uno sabe lo que se proponen,
y que este hombre tiene razón, aunque sea muy tarde
para tener razón en algo.

Sin embargo, en la próxima mesa puedes ver
a otro caballero, encolerizado, molesto.
Es el dueño de una fábrica textil de Manchester que considera
repugnante toda esta tontería, está indignado,
y en tono severo expone
las ventajas de la disciplina más estricta
y las bendiciones de la autoridad, que,
según sostiene con bigote trémulo, a bordo de un barco
ha de ser absoluta y firme.
Tú, desde luego, no puedes estar
al tanto de esta discusión, porque no puedes oírla.
Pero fíjate cómo los jugadores
y los telegrafistas mueven la cabeza,
¡como si asistieran a un partido de tenis!

A todos les gustaría ser rescatados,
a todos, incluyéndote a ti. Pero,
¿no es esto pedirle demasiado a una idea?
El juego terminará con empate.
Nadie ha notado a estos dos caballeros
en uno de los botes salvavidas, nadie ha vuelto a oír
hablar de ellos jamás.
Sólo su mesa flota por ahí todavía,
una mesa vacía en el Atlántico.


Hans Magnus Enzensberger, Alemania, 1929
de El hundimiento del Titanic [der Untergang der Titanic]
traducción de Heberto Padilla con la colaboración de
Hans Magnus Enzensberger y Michael Faber–Kaiser
imagen: s/d

El Editor recomienda la versión completa de El hundimiento del Titanic, en http://www.bsolot.info/wp-content/uploads/2011/02/Enzensberger_Hans_Magnus-El_hundimiento_del_Titanic.pdf 


jueves, 22 de marzo de 2012

Jeffrey McDaniel




La biología de los números

Una vez salí con una mujer que me gustaba sólo un 43%
Así que sólo escuché el 43% de lo que dijo
Sólo dije la verdad un 43% del tiempo
Y sólo la besé con un 43% de mis labios

Algunos dicen que no puedes cuantificar el deseo,
ponerle un número a la pasión no está bien,
que el corazón humano no funciona así.
Pero para mí sí - Camino por la calle

y los números aparecen en las frentes
de la gente que miro. En los bares, es peor.
Con cada trago, los números suben
hasta que cada mujer en el antro tiene un borroso

ochenta y algo sobre sus cejas
y al día siguiente solo puedo recordar un 17 %
de lo que realmente pasó. Ése es el problema
con la bebida - te jode las matemáticas.


Jeffrey McDaniel, Estados Unidos, 1967.
Versión de Romina E. Freschi y Karina A. Macció
imagen: The California Journal of Poetics



The biology of numbers

Once I dated a woman I only liked 43%.
So I only listened to 43% of what she said.
Only told the truth 43% of the time.
And only kissed with 43% of my lips.

Some say you can't quantify desire,
attaching a number to passion isn't right,
that the human heart doesn't work like that.
But for me it does-I walk down the street

and numbers appear on the foreheads
of the people I look at. In bars, it's worse.
With each drink, the numbers go up
until every woman in the joint has a blurry

eighty something above her eyebrows,
and the next day I can only remember 17%
of what actually happened. That's the problem
with booze-it screws with your math.



El mundo silencioso

En un esfuerzo por hacer que la gente mire
más a los ojos de los otros,
y también para apaciguar a los mudos,
el gobierno ha decidido
adjudicar a cada persona exactamente ciento
sesenta y siete palabras por día.
Cuando suena el teléfono, lo pongo en mi oído
sin decir hola. En el restaurante
Señalo la sopa de fideos con pollo.
Me estoy ajustando bien a la nueva manera.
Tengo carteles para toda ocasión.
Cada mañana invento una nueva frase
Y la imprimo en una remera,
Como Los Humanos Están Llegando
O Karaoke Para Mudos.
Tarde a la noche, llamo a mi amante de larga distancia,
orgullosamente digo, Usé solo cincuenta y nueve hoy.
Guardé el resto para ti.
Cuando ella no responde
Sé que ha usado todas sus palabras
entonces murmuro despacio te amo
treinta y dos veces y un tercio
Después de eso, nos quedamos en línea
Y nos escuchamos respirar.


Jeffrey McDaniel, Estados Unidos, 1967.
Versión de Romina E. Freschi y Karina A. Macció



The quiet world

In an effort to get people to look
into each other's eyes more,
and also to appease the mutes,
the government has decided
to allot each person exactly one hundred
and sixty-seven words, per day.
When the phone rings, I put it in to my ear
Without saying hello. In the restaurant
I point at chicken noodle soup.
I am adjusting well to the new way.
I have placecards for every occasion.
Each morning, I invent a new phrase
which I print on a t-shirt,
like The Humans Are Coming
or Karaoke for Mutes

Late at night, I call my long distance lover,
proudly say I only used fifty-nine today.
I saved the rest for you.
When she doesn't respond,
I know she's used up all her words,
so I slowly whisper I love you
thirty-two and a third times.
After that, we just sit on the line
and listen to each other breathe.


sábado, 17 de marzo de 2012

Tony Curtis




La puerta del granero se cerró con un temblor
mientras ponía los pesados triángulos
de madera bajo las ruedas del tractor.
Había sido un día largo. Apoyando el hombro
contra el enorme neumático negro
resoplé mi cansancio hacia la noche.

Arrodillado, solo en la oscuridad de Dios,
pensé en la yegua gris de mi padre,
cansada y resollando, allí en el rincón,
luego de un día de arar en el campo de arriba.
Sally, la llamó. Decía que la llamó así
por su único amor, una muchacha que conoció en Doolin.

Mi madre se llamaba Margaret.

Tony Curtis, Dublin, Irlanda, 1955
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: de Wikipedia


The End of the Day

The barn door shut with a shudder
as I placed the heavy triangles
of wood under the tractor’s wheels.
It had been a long day. Leaning my
shoulder against the huge black tyre
I blew my tiredness into the night.

Kneeling, alone in God’s darkness,
I thought of my father's grey mare
tired and steaming, there in the corner,
after a day ploughing in the high field.
Sally, he called it. Said he named it
after his only love, a girl he’d met in Doolin.

My mother’s name was Margaret.



Mientras te haces
cortar el pelo
yo estoy en el fondo del salón
tomando café fuerte,
haciendo el crucigrama.
Viendo a las mujeres con las tijeras
cortar y cortar.

Hablan todo el tiempo
de las dos hermanas de Dublín
que cortaron en pedazos al amante
violento de su madre. Siete horas
para descuartizar el cuerpo.
Cinco horas para disponer
del torso, los brazos
las piernas, los pies, el pene.

Nunca hallaron la cabeza.
Pienso en ella tendida
en el fondo del canal —
Atascada debajo de la esclusa
o hundida hasta los ojos en el barro.
El pelo que es lavado
y lavado y lavado.

Tony Curtis, Dublin Irlanda, 1955
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: de Wikipedia


Scissors

While you are getting
Your hair cut
I sit in the back of the salon
Drinking strong coffee,
Doing the crossword.
Watching the women
With the scissors cut and cut.

All the while they talk
About the two Dublin sisters
Who cut up their mother’s
abusive lover. Seven hours
To dismember the body.
Five hours to dispose
Of the torso, the arms,
The legs, the feet, the penis.

They never found the head.
I think of it lying
At the bottom of the canal —
Wedged under the weir,
Or sunk up to its eyes in the mud.
The hair being washed, 
and washed, and washed.



martes, 13 de marzo de 2012

Rodolfo Hinostroza





Sí, te amo! Y cuando no te amo
vuelve otra vez el Caos.
Shakespeare


“...Cierta vez, en Aleppo,
sí, fue en Aleppo donde me desgracié con ese turco
                                                                       circunso:
le ceñí con sus propias babas, y su lengua morada
                                                   escupió las plegarias,
                                                                   y así
salvé mi vida. Esta vida que tan poco valía, y que hoy
                                                           pesa en tus manos
como un cofre de ébano. Signorina.
                                                   Aunque yo caiga
tumbado sobre un sueño de paz
roto por las matracas de la guerra, nada se habrá
                                                           perdido si es que no
                                                           te he perdido.
Aunque yo caiga sobre los amargos tablones del recuerdo,
y recoja el final de la experiencia, y encuentre que
                                                           sólo es un ave mojada,
y el término y sentido de este viaje se extravíen
            como arras oxidadas de algo que no ocurrió, nada se
                                                                 habrá perdido
si he logrado hacerme amar por ti.
“Moro! por quién has combatido”. “Moro!
Para qué has combatido”, me gritaron los jinetes ociosos
viéndome hablar contigo.  Y en verdad, Signorina,
                                                           después de este
feroz ascenso de flecha malherida, he vuelto la cabeza
por ver a quién servía, y no he encontrado a nadie.
                                                           Pero los tuyos
escupen a escondidas cuando paso, y los míos me
                                                           niegan, y ese callado
impulso de grandeza que me arrancó de esclavos y galeras
ha cesado, y es como si de pronto, en la alta noche
el rumor del mar cesara, despertándonos,
y el helado temor y la premonición trepasen la
                                                           garganta como arañas.
Hacia Chipre, una vez,
un insolente rubio me dijo que yo apestaba a rata. No
                                                           pude sino herirlo
y entonces me arrojaron del barco, y quedé solo otra vez,
por mi olor, por mi piel, por esta mi mirada que
                                   ahuyenta a los búhos.  Y quedé solo
después de haber contado una penosa historia
de brutalidad y miseria, de espanto y gargajos, y una
                                                                 avidez de amor
arriba de la piel, debajo de la piel
tensa como un tatuaje, Signorina...”


Rodolfo Hinostroza Clausen, Lima, Perú, 1941
imagen: s/d



Serán éstos los 206 aristocráticos huesos de mi padre?
Todos completos, con su maxilar inferior, su frontal,
sus falangetas, su astrágalo,
su vómer, sus clavículas?
No se habrán confundido
en la Fosa Común
con los de un vagabundo
de esos que abundan en las calles de Lima,
y mueren sin un grito?  Cómo voy a confiar
en que sean éstos los huesos de mi querido padre,
don Octavio, Tachito,
si en la Fosa Común donde lo echaron
puede ocurrirle cualquier cosa
a los huesos de uno?
Su hermano, tío Reynaldo había jurado
encontrar a mi padre, y recorrió toda esta Lima a pie
durante un año, para hallar a mi padre, el poeta,
que se había perdido en la ciudad,
como suele ocurrirles a los ancianos y a los locos.
Todos los días salía, después del desayuno,
a buscar al hermano mayor,
a aquel poeta provinciano,
talentoso, desgraciado y perdido
por los barrios de Lima. Llevaba
una vieja foto de mi padre, amarillenta,
donde aparecía con su pelo ya blanco,
sus ojillos brillantes de inteligencia, sus mejillas fláccidas
labradas por años de inútiles batallas
contra lo que él llamaba su destino adverso
cuando se hallaba de un ánimo blasfemo,
dispuesto a enrostrarle a un Dios
                                 en el que no creía,
sus continuos fracasos.
                                         La boca grande, elocuente.
La frente alta y despejada. Con un terno marrón, creo,
a rayitas. Esa imagen debió corresponder
a una época feliz, tal vez la de Huaraz,
cuando estábamos todos juntos, mi hermana
mi madre y yo, mucho antes
del divorcio.
Reynaldo la mostraba
a la gente, los interrogaba venciendo
su enorme timidez: “¿Ha visto a este hombre?”
indesmayablemente a pie,
tío de a pie como un remoto soldado de una guerra perdida,
raso, humilde, cumplido,
indagando en los parques, en los hospitales,
en las estaciones de autobús,
en los mercados,
pues quería encontrarlo,
esa era la misión que se había impuesto
antes que la muerte se lo lleve.
Pero la muerte se llevó primero a tío Reynaldo
de un cáncer al estómago,
sin saber que mi padre lo había precedido en el último rumbo,
y no fue sino mucho más tarde que mi hermana
al fin encontró a mi padre
en una Fosa Común del cementerio de Miraflores
donde sus huesos misteriosamente habían venido a dar
porque nadie había reclamado su cadáver.
La muerte
que con callado pie todo lo iguala
lo había sorprendido en un asilo municipal
donde llevan a los locos que vagan por las calles de Lima
y había muerto, enloquecido y solo,
él, Octavio, Tachito, el poeta, el hermano mayor
que había nacido en cuna de oro.
Siempre pensé que moriría rodeado
como Maese Manrique
de sus hijos, hermanos y criados
reconciliado con su terco destino
y cesaría la angustia
la loca angustia que desorbitaba sus ojos
porque no quería morir como un fracasado
y su muerte le cerraría para siempre
las puertas de La Gloria.
No reposó un instante en vida
acechando a la suerte en todos los caminos,
en todos los concursos,
esperando un cambio del destino
un premio, algo definitivo
que sacase su nombre del anonimato
y le diese la paz. Ya no soñaba con el Premio Nobel,
sino con la publicación de sus poemas
que eran profundamente hermosos
y cada día más bellos
cuanto más desgraciada era su vida.
Se sentía en deuda
con nosotros sus hijos,
y los recuerdos de nuestra infancia feliz lo atormentaban
hasta hacerlo sangrar
como un patriarca loco que ha perdido
el paraíso inadvertidamente
por una mala mano en el tresillo
un mal consejo, o una debilidad de temple
inconfesable.
Entonces quería estar solo, huía
de la familia, se confundía
en Lima entre los vagabundos, le aterraba
y le atraía como un destino escrito
la mendicidad al final del camino. No aceptaba
el rol que todos querían para él:
el del abuelo sabio y respetado
que mora y aconseja en el hogar de su hija: prefirió
seguir en la batalla hasta el final,
irse a la calle
esperando un milagro.
Sus despojos
fueron a dar a la Fosa Común,
hasta que el proceso
de putrefacción termine, en cosa de tres años
y sus huesos, mondos, nos fueron entregados
en una caja de zapatos, con una etiqueta identificatoria.
Ahora reposan en el Cementerio el Ángel
en una de esas fúnebres bibliotecas de huesos
a pocos bloques de donde mi madre duerme su sueño eterno.
La muerte, piadosamente,
ha acercado los huesos de dos seres que la vida separó,
y sus nombres han vuelto a aproximarse
en el silencio de este Camposanto
como cuando se vieron por primera vez
y se amaron.
En ocasiones
mi hermana y yo llevamos flores,
a un sepulcro y el otro,
y todavía sufrimos por su amor desgraciado,
que sin embargo dio maravillosos frutos.


Rodolfo Hinostroza Clausen, Lima, Perú, 1941



sábado, 10 de marzo de 2012

Alberto Vega



La tragedia de Julio César


César regresa victorioso:
¡Salve César! — dicen todos —

Bruto lo mata para salvar la democracia
Así lo dice y convence a la ciudad:
¡Salve bruto! ¡Muera César!

Pero Antonio con su famoso discurso
Da vuelta la tortilla:
¡Salve Antonio! ¡Muera Bruto!

Ambos hacen y deshacen
Mientras la multitud va y viene
Dando más de un mal paso.

Bruto y Antonio pasan a la Historia
Mientras los fabios, los cayos y los lucios
(que son los que la hacen)
Se quedan como extras y en minúsculas.

Y así el pueblo convertido en carne de cañón
Después de la batalla es un pedestal de sangre
En el que con pose olímpica
Reina el César.

Shakespeare: La tragedia de Julio César
No es de Bruto ni de Antonio
Sino del pueblo y su maldita inocencia.


Alberto Vega, Arequipa, Perú, 1932
imagen: s/d


miércoles, 7 de marzo de 2012

Pat Boran




Los mineros de Kilkenny

En diciembre de 1930, en el Worker’s Voice, el organizador de los mineros, Nixie Boran,
exigió que a los trabajadores se les diera una cantidad anual del carbón que extraían,
que de otro modo no podían pagar.



Cargados de martillos, palas, picos,
los ojos rojos, la ropa empapada rota en las rodillas
y los codos, dejando ver las cicatrices negro azulado
que los señalan como sobrevivientes de una guerra,

a través de los campos vienen, los mineros de Kilkenny,
rodeados de anochecer, se coagulan con la sombra.

Y mientras vienen, esas criaturas de la oscuridad,
los búhos y murciélagos, las polillas, ratones y tejones
emergen para ocuparse de su propio trabajo oscuro.

Señor, si se estuvieran ahogando en este momento, esos hombres,
si la noche fuera agua que llena sus pulmones,
no podrían avanzar más lentamente por esos campos
hacia las pequeñas casitas iluminadas a las que no pueden llegar
antes que las chimeneas se hayan enfriado en su ausencia.


Pat Boran, Port Laoise, Irlanda, 1963. 
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: irishwriters-online.com


The Kilkenny Miners

In December 1930, in he Workers’s Voice, the miners’ organiser Nixie Boran demanded the colliers 
be given an annual allowance of the coal they mined, which they could not otherwise afford.

Laden down with hammers, shovels, picks,
their eyes red, their sodden clothing torn
at the knees and elbows to reveal the blue-black scars
that mark them as survivors of a war,

across the fields they come, Kilkenny miners,
around them dusk, coagulate with shadow.

And as they come, these creatures of the dark,
the owls and bats, the moths and mice and badgrs,
emerge to be about their own dark work.

Dear God, if they were drowning now, these men,
if the night were water filling up their lungs,
they culd not move more slowly through these fields
and towards the small lit houses they cannot reach
before the grates have grown cold in their absence.


lunes, 5 de marzo de 2012

Mario Trejo




Convivir con los muertos

Mario amaba a Mariana que amaba a Milton que
amaba a Irene que amaba a Víctor que amaba a
Dolores que no amaba a nadie.
Hoy mario gitanea. Mariana vive con un hijo en
Andorra. Milton trafica coca de Santa Cruz de la Sierra
a Buenos Aires. Irene murió en un secuestro aéreo.
Víctor se hizo mierda. Dolores se casó con el doctor
Braun, un suizo que la dejó —harto de sus melancolías—
y luego se juntó con un fechorista griego con
quien vive ahora —loco y feliz— en el Hotel Belvedere
de Taormina.
Aún suelo verlos, dispersos sobrevivientes.
Hablamos de nosotros como de otra película.
Hemos aprendido a convivir con los muertos.

Para Drummond de Andrade, un maestro


Mario Trejo, Buenos Aires, 1926
imagen: s/d



Digamos, por ejemplo:
por un punto dado fuera de la luna
sólo podrá trazarse a dicha luna
una perpendicular y sólo una.

O también:
llámase barroco a todo aquel
para quien la distancia menor
entre dos puntos
es la curva.

Proposición:
pasar de la poética de la moral
a la moral poética.

Ejemplo:
de dos peligros debe cuidarse el hombre nuevo:
de la derecha cuando es diestra
de la izquierda cuando es siniestra.

En resumen:
más vale ser cabeza de león que cola de ratón.

El mejor modo de esperar es ir al encuentro.


Mario Trejo, Buenos Aires, 1926



sábado, 3 de marzo de 2012

Rafael Felipe Oteriño





Miro hacia atrás y estás tu 

                                               a mi padre

Solo, como es posible estar a cierta edad de la vida,
oyendo cómo resuena la brújula del amor, la brújula ciega,
la brújula dormida para siempre en su lecho de piedras:
miro hacia atrás y estás tú,
tu paso cada vez más lento en el suelo de lavandas,
tus manos transparentes, con la malicia del adiós.

Tal vez el verano deje pasar su gota indemne;
pero yo sé por qué odio las voces del invierno;
conozco mi rencor a sus uñas mugrientas:
no quiero verte a ti ni a mí bajo su toldo inmóvil,
no quiero saber nada de su orín helado
junto a nuestras desmemorias.

Somos hijos del sol que en su corazón buscan la cima;
yo en tus manos fui el pájaro dócil que se acerca a beber,
tú la montaña que demasiado atrde abrió su paso.
Mi temor es no haber guardado toda la harina que pedirá la boca,
mi miedo es haber perdido ese instante.

¿Y cómo oscurecer los vidrios para no hacer caso a la lluvia?
¿Qué almohadas de cera echar contra las puertas hasta que llegue el sueño?
¿Cómo —dime— nos defenderemos de la tristeza de los techos,
del crujido de las hojas que han comenzado a caer?


Rafael Felipe Oteriño, La Plata, Argentina, 1945
imagen: Mar del Plata  
[taringa.net]


No nací aquí

Yo no nací aquí pero el mar me hizo suyo:
a mí me atrapó esa planicie que está detrás de las olas,
la que florece oscura cuando llegan las lluvias,
la que no deja un solo día de rugir
y se balancea inmemorial como un parpadeo.
Yo no nací aquí pero el mar me hizo suyo:
yo no lo amaba al llegar pero ahora lo amo,
tiene el nombre de mis hijos que nacieron ayer,
tiene la forma de mis manos que dibujaron la casa,
el amor y su sombra, la conciencia y el páramo.
Su historia no es mi historia ni aquí yacen mis muertos,
su lengua me era extraña hasta que empecé a pronunciarla,
éste fue mi lugar cuando aprendí a rendirme.
Aquí se cumple la sentencia que en el agua está escrita:
somos siempre los primeros a las orillas del mar,
a merced de olas que no escuchan más que su propio latido.


Rafael Felipe Oteriño, La Plata, Argentina, 1945


martes, 28 de febrero de 2012

Horacio Castillo




Generación

Animales de carne y hueso, con un poco de luz irremediable en los ojos,
a veces nos creíamos criaturas heroicas
y corríamos a las plazas. Escuchábamos
bellísimas palabras, las voces se otorgaban idéntico calor
y sentíamos el placer de la acción.
Pero luego, entre ruinas, comienda el pan del sobreviviente,
comprendíamos. Y al salir el sol,
mientras los escarabajos emergían de las piedras,
avivábamos el fuego para ahuyentar la peste
y llorábamos por la siguiente generación.

Horacio Castillo, Ensenada, Buenos Aires, 1934 – La Plata, 2010
de Materia acre, 1974
imagen: s/d



Las nubes pasan sombrías sobre la piedra
donde en vano se buscan rastros de la sangre
que enjugó para siempre la tierra
rica alguna vez en caballos.

Por donde pasaron los enseres
hacia el mar y la guerra
ahora una bocanada como de tumba recién abierta
sale al encuentro del viajero.

Y desde la trerraza, si se mira
la ocre y áspera llanura,
todavía se escucha el luciente bronce
y resplandece el rostro de oro.

Pura ilusión, nostalgia de los hombres
a quienes la inteligencia sosegó el corazón
y no saben ya tensar el arco de la vida.

Horacio Castillo, Ensenada, Buenos Aires, 1934 – La Plata, 2010
de Materia acre, 1974



Ciudadanos: he sido probo. Escrupulosamente hice
lo que la ley no prohíbe y no hice lo que prohíbe,
de tal manera que podéis considerarme un hijo dilecto,
uno más de los que cerraron su oído al motín, el corazón a la aventura.
Cada vez que la ciudad dijo sí, dijeron sí mis labios,
y dije no cada vez que la ciudad dijo no.
¿Quién me ha visto discrepando en las asambleas?
¿Quién conoce la naturaleza de mi causa?
¿Quién se agravia del pro o el contra?
Nadie puede levantar un dedo contra mí,
nadie ofrecer prueba, dar testimonio, torcer hechos, proferir injuria,
y quien lo hiciere atraería sobre su temeridad unánime sanción,
porque nadie, ciudadanos, me conoce como vosotros,
y nadie como vosotros sabe que he cumplido al pie de la letra
ahorrando a la ciudad un verdugo, al porvenir un héroe.

Horacio Castillo, Ensenada, Buenos Aires, 1934 – La Plata, 2010
de Tuerto rey, 1982



Esta intrincada red de ramas y reflejos es nuestro hábitat.
Aquí edificamos, en el fuego. Y una ola más pura que el aire,
más clara que el agua, socava los cimientos.
Abre la ventana: el bosque en llamas.
Pisa el umbral: la vida camina sobre las brasas.
Aquí edificamos, en el fuego. Y alrededor,
un orden nuevo condenado a morir,
un orden viejo condenado a nacer.
Abre la ventana: ceniza celeste.
Aquí edificamos, en el fuego. Y el alma,
como un pavo real, abre su cola en el incendio.

Horacio Castillo, Ensenada, Buenos Aires, 1934 – La Plata, 2010
de Alaska, 1993

sábado, 25 de febrero de 2012

Héctor Rosales





Ocurrimos cuando vencía el dilema,
el acoso del desorden, las malas noticias.

Nos bautizaron
con un signo de interrogación
en la frente baldía.

En algunos casos
amor encendió los signos
por unos u otros extremos
y el humo que se formó en el espiral
ahuyentó por un tiempo
a los insectos.

Héctor Rosales, Montevideo, Uruguay, 1958
imagen: s/d



¿Y qué verdad es posible si existe la muerte?
—André Bretón


ese señor el de allí diseña lápidas
también esculpe mármoles hasta darles
durables ornamentos donde otros seres colocarán
memorias trituradas y ramos y rocíos

qué piedras venerables promulgan sus manos
cómo admiran su quehacer de arte intercalado

y sin embargo entre nosotros por las calles
ese señor disimula su cometido no habla ni
exhibe atenciones o entusiasmos

nadie diría que vive

su pecho es un sauce de aves mutilado
en su boca se inmolan los jugos de la complacencia

ese señor equivalente a un dietario del suplicio
ha grabado su nombre en una losa precavida
y soterrada

ese hombre de allí
es el sastre de la verdad
y no quiere admitirlo

Héctor Rosales, Montevideo, Uruguay, 1958