Si pudiera olvidarme de que viví, de los hombres, de otro
tiempo,
del ácido de algunos tallos, de la voz, de mi lengua extraviada en
las nubes,
¡de muchos seres que a veces no mueren con la madrugada!
No saber nada. Estar vivo, y volver los abiertos ojos a mi
país, a sus
ciegas llanuras,
a sus ríos sucios, hundidos en la tierra,
donde mojé mi piel sola y la trenza escondida de mis antiguos cabellos.
Sí; si pudiera olvidarme para siempre y sin abandono,
hasta las duras e impenetrables penas, hasta un día horrible entre otros
muchos.
¡Sí, devuelto y terminado!
Pero tú, ¡oh viento majestuoso! sabes de mí, tanto como de
las pequeñas
hojas salinas
que en el imperioso sur abren sus desesperados paraísos,
por el aroma seco de mi cabeza. (Que te he buscado por las transparentes
planicies, en los desiertos
melancólicos,
por todo mi cuerpo, como una única y solitaria ternura.)
Quizás no signifique nada para ti –para nadie– y te vuelves
sin deseo
al ver mis apretados brazos, mi so9mbra usada de la tierra
o alguna hora breve, sin asiento entre todas,
te aflige lo mismo que si estuviera muerto,
destinado sin alegría a un extenso y ofendido desencanto.
Ya no sé dónde ir, a veces quiero volver a la raíz más honda,
a los mezclados ríos humanos de la sangre
–a todo el destierro– hasta hacer temblar
las duras lenguas; a la triste gente,
y hallar el trigo naciendo con soberbias hierbas.
¡El íntimo corazón de la vida!
Y tú sueñas lejos, distraído, y meces las hojas
finas de los árboles, las cautivas ramas,
o pasas hacia el mar
los insectos cenagosos del verano,
y no puedes verme ni saber que llevo la memoria perdida,
y algunas palabras igual a una llama húmeda y enloquecida
dentro de la boca. ¡En otro mundo!
Déjame llegar a ti: que me entretenga hablándote
y pueda mirarte, como en los deshechos días,
empujar las hurañas nubes; arrear
los grandes ríos obscuros hacia el inmensurable Atlántico, y sentirte
regresar empapado, recubierto de escamas,
ronco hasta el amargo aliento.
¿A dónde huyes –solo– revuelto en tu voz, en tu cansada anchura?
Dí, te vuelves al sur a mojar la lengua, a abrir los larguísimos ojos; a
ociar viendo
los petreles jugar por el vacío; a distraerte
allá, donde la tierra se despea en otro espacio.
Te vuelves a la soledad, a las profundas bahías,
a los inmensos cielos desnudos; a ti, a unas flores. A las estrellas que
permanecen
ardiendo sobre nuestro país.
Quédate donde yo también quisiera estar dormido
y ver mis días antiguos, entre altas columnas aparejados.
Ya no sé ni quiero saber nada; te siento como toda el alma.
Algunas veces llegas hasta mis oídos igual a una larga flor del
invierno,
o un instante desaparecido de la muerte.
Ricardo E. Molinari, Buenos Aires, 1898-1996