Qué hacer
del viejo yo lírico, errático estímulo,
al ir avecinándonos a la fase
de los silencios, la de no desear
ya doblegarnos animosamente
ante cada impresión que hierve,
y en fuerza de su hervir reclama
exaltación, su canto.
Cómo, para entonces,
persuadirlo a que reconozca
nuestra apatía, convertidas
en reminiscencias de oficios inútiles
sus constantes más íntimas, sustitutivas
de la acción, sentimiento, la fe;
su desafío
a que conjoremos nuestras nadas
con signos sonoros que por los oídos andan
sin dueños, como rodando, disponibles
y expectantes,
ignorantes
de sus pautas de significados,
de dónde obtenerlas:
y su persistencia, insaciable,
para adherírsenos, un yo
instalado en otro yo, vigilando
por encima de nuestro hombro
qué garabateamos;
y su prédica
de que mediante él hagamos
florecer tanto melodía cuanto gozosa
emulación de la única escritura
nunca rebecha por nadie,
la de Aquel
que escribió en la arena, ganada
por el viento, embrujante poesía
de lo eternamente indescifrable.
Preguntárnoslo, toda vez
que nos encerremos en la expresión
idiota del que no atina a consolarse
de la infructuosidad de la poesía
como vehiculo de seducción, corrupción,
y cada vez
que se nos recuerde que el verdadero
hacedor de poemas execra la poesía,
que el auténtico realizador
de cualquier cosa detesta esa cosa.
del viejo yo lírico, errático estímulo,
al ir avecinándonos a la fase
de los silencios, la de no desear
ya doblegarnos animosamente
ante cada impresión que hierve,
y en fuerza de su hervir reclama
exaltación, su canto.
Cómo, para entonces,
persuadirlo a que reconozca
nuestra apatía, convertidas
en reminiscencias de oficios inútiles
sus constantes más íntimas, sustitutivas
de la acción, sentimiento, la fe;
su desafío
a que conjoremos nuestras nadas
con signos sonoros que por los oídos andan
sin dueños, como rodando, disponibles
y expectantes,
ignorantes
de sus pautas de significados,
de dónde obtenerlas:
y su persistencia, insaciable,
para adherírsenos, un yo
instalado en otro yo, vigilando
por encima de nuestro hombro
qué garabateamos;
y su prédica
de que mediante él hagamos
florecer tanto melodía cuanto gozosa
emulación de la única escritura
nunca rebecha por nadie,
la de Aquel
que escribió en la arena, ganada
por el viento, embrujante poesía
de lo eternamente indescifrable.
Preguntárnoslo, toda vez
que nos encerremos en la expresión
idiota del que no atina a consolarse
de la infructuosidad de la poesía
como vehiculo de seducción, corrupción,
y cada vez
que se nos recuerde que el verdadero
hacedor de poemas execra la poesía,
que el auténtico realizador
de cualquier cosa detesta esa cosa.
Alberto Girri, Buenos Aires, Argentina, 1919-1991
imagen: Sara Facio