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martes, 25 de septiembre de 2012

Carla Faesler






“…y a los hombres ataban unas sogas por medio del cuerpo,
y cuando salían a orinar, los que los guardaban
teníanlos por la soga porque no se huyesen.”
Fr. Bernardino de Sahagún.
Historia general de las cosas de la Nueva España.


Será sacrificado el cautivo
Así, de la manera que aquí sigue:
primero, se le arrancan los cabellos,
sólo de coronilla, no los otros.

Se recogen en cajas los mechones
porque son las reliquias de este día.
Entonces se le lleva hacia el templo,
porque él será la ofrenda de la fiesta.

Hay veces que no quieren, van llorando,
y como que se caen por el camino.
Si no quieren subir, se les obliga

por los pelos. Así se les arrastra,
aunque cueste trabajo. Da coraje,
mas con la fiesta, luego uno se olvida.


La casa del investigador

Había en el florero un ramillete de brazos.

Mi amigo me había hablado
de un busto de cadáver sobre el piano,
que tenía una peluca.

Guardaba el anfitrión, para los niños,
en una estancia alegre y llena de color,
fetitos momificados con ropa de muñeca.

Noté algunas piernas de señorita
al pie de las puertas para impedir chiflones
y en su gran biblioteca, una pálida lengua
había sido adaptada como control de tele.

Varias nalgas servían de cojines en los amplios sillones de la sala.

Durante la comida, le pedí una cuchara
y abrió un largo cajón del trinchador
lleno de pies dispuestos, uno después del otro,
en cuyos muchos dedos se ordenaban, de plata, los cubiertos.

Tomamos el café en la terraza,
la sombrilla tenía color de pergamino.

Un intestino grueso servía como manguera
y una mano sin uñas hacía de rehilete sobre el pasto.

Para espantar las moscas,
en el techo giraban unos ventiladores
hechos con cuatro fémures y cueros cabelludos.

Como adorno en el baño,
ojos de mil colores bajo el agua,
en un bibelot de cristal cortado.

Estaba pensando en donar mi cuerpo,
cuando muera, a la ciencia.

Pero sería más útil dar mi computadora.



Sangra la carne expuesta entre las moscas
Dentro de las vitrinas

Muestran los cerdos sonrisas
Estremecidos hasta el miedo

Y sus ojos son difíciles al ojo

Entro a los olores saturada
Y extiendo el dinero al del cuchillo

Tres monedas mojadas me devuelven sus uñas

Me llevo una cabeza para reconstruir
La oreja, el hocico, la sonrisa.



En la tienda, la caja ronronea,
libera el cuerpo aquello que le falta:
feromonas y rosa adrenalina,
sonrisas de sustancias incoloras.

Es el nuevo color en los cabellos,
obligados al rizo, sometidos al rayo,
lejos del lacio oscuro que señala
el emblema más pobre. La industriosa

bondad de lo exitoso, ese blanco
compacto en las mejillas, sobre aquellas
facciones de vencidos ahora alegres,

maquillado su miedo y su fracaso,
cuya imagen por fin ya palidece,
del espejo del mundo eliminada.


Carla Faesler, México, 1967

miércoles, 24 de febrero de 2010

Fabio Morábito


In limine

Por el perdón del mar
nacen todas las playas
sin razón y sin orden,
una cada cien mares.
Yo nací en una playa
de África, mis padres
me llevaron al norte,
a una ciudad febril,
hoy vivo en las montañas,
me acostumbré a la altura
y no escribo en mi lengua,
en ciertos días del año
me dan vértigos y mareos,
me vuelve la llanura,
parto hacia el mar que puedo,
llevo libros que no
leo, que nunca abrí,
los pájaros escriben
historias más sutiles.
Mi mar es este mar,
inerme, muy temprano,
cede a la tierra armas,
juguetes, sus manojos
de algas, sus veleidades,
emigra como un circo,
deja todo en barbecho:
la basura marina
que las mujeres aman
como una antigua hermana.
Por él que da la espalda
a todo, estoy de frente
a todo con mis ojos,
por él que pierde filo,
gano origen, terreno,
jadeo mi abecedario
variado y solitario
y encuentro al fin mi lengua
desértica de nómada,
mi suelo verdadero.

Fabio Morábito, Alejandría, Egipto, 1955
imagen: mapa Braun Hogenberg, Alexandria



En la playa

El viento, más
que yo,
se fuma este cigarro
entre mis dedos,
dejándome el placer
de sólo tres o cuatro bocanadas,
y el mar expropia las palabras
que te digo,
porque, acostada, no me oyes.
El sol, el viento y la marea
te ensordecen
y cuando me levanto
para dar dos pasos,
viendo mis huellas que se imprimen
en la arena,
pienso que esas pisadas mienten,
que ya no piso así desde hace no sé cuándo;
son huellas de otro
que sobrevive en mis pisadas, pues las mías
son mucho menos elocuentes.
Tú, en cambio, que me ves
completo e indivisible,
sabes mejor que nadie cómo soy mortal,
cómo mis huellas en la arena me describen
y cómo se plasma en ellas lo que soy,
sabes mejor que nadie cómo no escucharme.

Fabio Morábito, Alejandría, Egipto, 1955

martes, 23 de febrero de 2010

Pura López-Colomé



In memoriam Victoria

Ciertos lugares, ciertas personas, cierta música,
granos que engendraron aquella planta maravillosa,
infantil, interior, sublime, viajan conmigo
como la luna de inolvidables travesías,
casi fluviales, que iban dejando atrás
sauces, montes, vacas pastando, estrellas,
todo lo que un vuelo de la falda montañosa
podría reducir a polvo.

La madre de mi madre abandonada,
caída en mi descuido,
en aquel rincón de la sala de una casa toda mía.
Sentada en un sillón sin forma, un sofá,
se iba desparramando con el cigarro siempre
entre el dedo gordo, deforme de nacimiento,
y el índice, deforme por la artritis.

Sus ojos monstruosos desde los míos,
su tristeza agigantada por los lentes
cuyo inmenso fondo era el fondo de una vida
huérfana, ciega para la belleza y la bondad,
la visión del mundo pleno en calidad de brizna.
Su cansancio, su dolor, cual vivo y burbujeante
recordatorio del fracaso, la frustración,
la mujer extinta pero ahí.
Rezando o en silencio. Rezando más.
A veces incandescía la fama
allá en el fondo de aquel extraño corazón.
Cantaba entonces: Voz de la guitarra mía,
al despertar la mañana, trenzando hábilmente
los hilos del destino en un nudo en mi garganta
que no lograba desatar después con su inútil
Duermen en mi jardín
los nardos y las azucenas...

Victoria, como la reina, ¡cantaste victoria!
Que hizo a tus ojos ya incoloros
soltar las amarras de tales cataratas
en chorros espesos, como saliva o secreción de bestia
que no vale la pena, que no llega a cristalizar.
¡Cómo te habré ofendido, qué espejo de la miseria
habré puesto frente a ti! Todo, seguramente,
con la inocencia en ristre.
Por qué lloras, viejita, por qué.
Tócame el alma. Cántala.
No quiero que sepan mi pena,
porque si me ven llorando, morirán.

Ante mí, el lazo roto del amor amargo,
corazones tan distantes,
horas muertas que ni la tormenta propia,
que se cree angélica,
puede borrar.
Cadáveres insepultos, polvo,
sobre el peso vivo,
misterioso,
de las palabras.


Pura López-Colomé, México, 1952
imagen: s/d