viernes, 30 de diciembre de 2011

Carlos Drummond de Andrade





El último día del año
no es el último día del tiempo.
Otros días vendrán
y nuevos muslos y vientres te comunicarán el calor de la vida.
Besarás bocas, rasgarás papeles,
harás viajes y tantas celebraciones
de aniversario, graduación, promoción, gloria,
dulce muerte con sinfonía y coral,
que el tiempo quedará repleto y no oirás el clamor,
los irreparables aullidos
del lobo, en la soledad.

El último día del tiempo
no es el último día de todo.
Queda siempre una franja de vida
donde se sientan dos hombres.
Un hombre y su contrario,
una mujer y su pie,
un cuerpo y su memoria,
un ojo y su brillo,
una voz y su eco,
y quien sabe si hasta Dios…

Recibe con simplicidad este presente del acaso.
Mereciste vivir un año más.
Desearías vivir siempre y agotar la borra de los siglos.
Tu padre murió, tu abuelo también.
En ti mismo mucha cosa ya expiró, otras acechan la muerte,
pero estás vivo. Una vez más estás vivo.
Y con la copa en la mano
esperas amanecer.

El recurso de embriagarse.
El recurso de la danza y del grito,
el recurso de la pelota de colores,
el recurso de Kant y de la poesía,
todos ellos… y ninguno resuelve nada.

Surge la mañana de un nuevo año.

Las cosas están limpias, ordenadas.
El cuerpo gastado se renueva en espuma.
Todos los sentidos alerta funcionan.
La boca está comiendo vida.
La boca está atascada de vida.
La vida escurre de la boca,
mancha las manos, la vereda.
La vida es gorda, oleosa, mortal, subrepticia.

Carlos Drummond de Andrade
Versión de Rodolfo Alonso
imagen: Broken glass, óleo de Todd Ford (2008-9) 


Passagem do ano

O último dia do ano
não é o último dia do tempo.
Outros dias virão
e novas coxas e ventre te comunicarão o calor da vida.
Beijarás bocas, rasgarás papéis,
farás viagens e tantas celebrações
de aniversário, formatura, promoção, glória, 
doce morte com sinfonia e coral,
que o tempo ficará repleto e não ouvirás o clamor,
os irreparáveis uivos
do lobo, na solidão.

O último dia do tempo
não é o último dia de tudo.
Fica sempre uma franja de vida
onde se sentam dois homens.
Um homem e seu contrário,
uma mulher e sua memória,
um olho e seu brilho,
uma voz e seu eco,
e quem sabe até se Deus...

Recebe com simplicidade este presente do acaso.
Mereceste viver mais um ano.
Desejarias viver sempre e esgotar a borra dos séculos.
Teu pai morreu, teu avô também.
Em ti mesmo muita coisa já expirou, outras espreitam a morte,
mas estás vivo.Ainda uma vez estás vivo,
e de copo na mão
esperas amanhecer.

O recurso de se embriagar.
O recurso da dança e do grito,
o recurso da bola colorida,
o recurso de Kant e da poesia,
todos eles...e nenhum resolve.

Surge a manhã de um novo ano.

As coisas estão limpas, ordenadas.
O corpo gasto renova-se em espuma.
Todos os sentidos alerta funcionam.
A boca está comendo vida.
A boca está emtupida de vida.
A vida escorre da boca,
lambuza as mãos, a calçada.
A vida é gorda, oleosa,mortal,sub-reptícia.



miércoles, 28 de diciembre de 2011

Edgar Allan Poe // El cuervo





Cierta vez que promediaba triste noche, yo evocaba,
Fatigado, en viejos libros, las leyendas de otra edad.
Yo cejaba, dormitando; cuando allá, con toque blando,
Con un roce incierto, débil, a mi puerta oí llamar.
«A mi puerta un visitante —murmuré— siento llamar:
Eso es todo, y nada más.»

¡Ah, es fatal que lo remembre! fué en un tétrico Diciembre;
Rojo espectro enviaba al suelo cada brasa del hogar.
Yo, leyendo, combatía mi mortal melancolía
Por la virgen clara y única que ya en vano he de nombrar,
La que se oye «Leonora» por los ángeles nombrar,
            Ah! por ellos, nada más!

Y al rumor, vago, afelpado, del purpúreo cortinado,
De fantásticos terrores sentí el alma rebosar.
Mas, mi angustia reprimiendo, confortéme repitiendo:
«Es sin duda un visitante quien, llamando, busca entrar;
Un tardío visitante que a mi cuarto busca entrar;
            Eso es todo, y nada más.»

Vuelto en mí, no más vacilo; y en voz alta, ya tranquilo:
«Caballero —dije— o dama, mi retardo perdonad;
Pero, de hecho, dormitaba, y a mi puerta se llamaba
Con tan fino miramiento, noble y tímido a la par,
Que aun dudaba si era un golpe» —dije; abrí de par en par:
            Sombras fuera, y nada más.

Largo tiempo, ante la sombra, duda el ánima y se asombra,
Y medita, y sueña sueños que jamás osó un mortal.
Todo calla, taciturno; todo abísmase, nocturno.
Pude allí quizás un nombre: «Leonora», murmurar,
Y, en retorno, supo el eco: «Leonora» murmurar;
            Esto solo, y nada más.

A mi cuarto volví luego. Mas, el alma toda en fuego,
Sentí un golpe, ya más fuerte, batir claro en ventanal.
«De seguro, de seguro —dije— hay algo, allí en lo oscuro,
que ha tocado a mi persiana. Y el enigma aclare ya: —
Corazón, quieto un instante! y el enigma aclare ya: —
            Es el viento, y nada más.»

Dejo francos los batientes, y, batiendo alas crujientes,
Entra un cuervo majestuoso de la sacra, antigua edad.
Ni aun de paso me saluda, ni detiénese, ni duda;
Pero a un busto que en lo alto de mi puerta, fijo está,
Sobre aquel busto de Palas que en mi puerta fijo está,
            Va y se posa, y nada más.

Frente al ave, calva y negra, mi triste ánimo se alegra,
Sonreído ante su porte, su decoro y gravedad.
«No eres —dije— algún menguado cuervo antiguo que has dejado
Las riberas de la Noche, fantasmal y señorial!
En plutónicas riberas, ¿cuál tu nombre señorial?»
            Dijo el Cuervo: «Nunca más».
           
Me admiró, por cierto, mucho, que así hablara el avechucho.
No era aguda la respuesta, ni el sentido muy cabal:
Pero en fin, pensar es llano que jamás viviente humano
Vio, por gracia, a bestia o pájaro, quieto allá en el cabezal
De su puerta, sobre un busto que adornara el cabezal,
            Con tal nombre: «Nunca más».

Pero, inmóvil, sobre el busto venerable, el Cuervo adusto
Supo sólo en esa frase, su alma obscura derramar.
Y no dijo más, en suma, ni movió una sola pluma.
Y yo, al fin: «Cual muchos otros, también me dejarás.
Perdí amigos y esperanzas: también me dejarás.»
            Dijo el Cuervo: «Nunca más».

Conturbado al oír esta cabalísima respuesta:
«Aprendió —pensé— las sílabas que repite sin cesar,
De algún amo miserable que el desastre inexorable
Persiguió ya tanto, tanto, que por treno funeral,
Por responso a sus ensueños, su estribillo funeral
            Era: ‘¡Nunca, nunca más!’ ».

Y, del Cuervo reverendo, mi tristeza aun sonriendo,
Ante puerta y busto y pájaro rodé luego a mi sitial;
Y, al amor del terciopelo, fue enlazando mi deesvelo
Mil ficciones, indagando qué buscaba, inmemorial,
Aquel flaco, torpe, lúgubre, rancio cuervo inmemorial
            con su eterno «Nunca más».

Mudo ahora, esto inquiría; mudo ante él, porque sentía
Que hasta lo íntimo del pecho me abrasaba su mirar;
Esto y más fuí meditando, reposándome en lo blando
Del cojín violeta obscuro que ya nunca oprimirás,
El cojín —junto a mi lámpara— que ya nunca oprimirás,
            Oh, Leonora: ¡nunca más!

Y ensoñé que en el ambiente columpiaban dulcemente,
Emisarios invisibles, incensario inmaterial.
Y exclamé: «¡Triste alma mía: por sus ángeles te envía
El Señor, tregua y nepente con que al fin olvidarás!
¡Bebe, oh, bebe ese nepente, y a Leonora olvidarás!»
            Dijo el Cuervo: «Nunca más».

«¡Ya te enviara aquí el Maldito, ya, indomable aunque proscrito,
Oh profeta o ave o diablo —dije—, Espíritu del mal —
A este páramo embrujado y a este hogar de horror colmado
Te empujara la tormenta: dime, oh, dime con verdad:
En Galaad, ¿existe un bálsamo? Dime! Imploro la verdad!»
            Dijo el Cuervo: «Nunca más».

«Por el Cielo que miramos, por el Dios en que adoramos,
Oh profeta, ave o demonio —dije—, Espíritu del mal:
Di si esta alma dolorida podrá nunca, en otra vida,
Abrazar a la áurea virgen que aquí en vano ha de nombrar!
¡La que se oye ‘Leonora’ por los ángeles nombrar!»
            Dijo el Cuervo: «Nunca más».

«¡Partirás, pues has mentido, o ave o diablo!» clamé, erguido.
«¡Ve a tu Noche plutoniana! ¡goza allí la Tempestad!
¡Ni una pluma aquí, sombría, me recuerde tu falsía!
¡Abandona ya ese busto! ¡deja mi alma en soledad!
¡Quita el pico de mi pecho! ¡deja mi alma en soledad!»
            Dijo el Cuervo: «Nunca más».

Y aun el Cuervo, inmóvil, calla: quieto se halla, mudo se halla
En tu busto, oh Palas pálida que en mi puerta fija estás;
Y en sus ojos, torvo abismo, sueña, sueña el diablo mismo,
Y mi lumbre arroja al suelo su ancha sombra pertinaz,
Y mi alma, de esa sombra que allí tiembla, pertinaz,
            No ha de alzarse, ¡nunca más!

Edgar A. Poe, Estados Unidos, 1809–1849
versión de Carlos Obligado
de Los poemas de Edgar Poe, Tercera Edición, Espasa-Calpe Argentina, 1944
imagen: ilustración de El Cuervo (1912), por Edmund Dulac.
Image in the public domain


lunes, 26 de diciembre de 2011

Eugenio Montejo




Regreso

Un instante la silla ha regresado
a su lejano árbol
con sus verdes tatuajes ya secos.

Sus pájaros están dispersos, muertos,
y la manada del rugoso cuero
yace plegada bajo las tachuelas.

Ya no hay más que silencio nivelado
bajo la sombra de un follaje extinto
donde se curte todo su misterio.

Fiel a sus tablas, sólo da reposo,
cuando en tardes la hemos recostado
a la pared, ahogando una memoria
de días que crecieron como un árbol
y la vida tronchó por cosa muerta,
claveteada con viejos pensamientos.


Eugenio Montejo, Caracas, Venezuela, 1938 – Valencia, España, 2008
imagen: Silla vacía, foto de Saul Landell



Uccello, hoy 6 de agosto

En el cuadro de Uccello hay un caballo
que estuvo en Hiroshima.
Nadie lo ve cuando se ausenta,
cuando sus ojos beben sombra
sobre los cascos que se pulverizan.

Uccello dejó un mapa de la guerra
arcaico, con armas inocentes.
No dibujaba aviones ni torpedos,
desconocía los submarinos,
su muerte iba del gris al rojo, al verde.

Sólo el caballo en este 6 de agosto
está herrado con viejas cicatrices,
sólo sus patas llevan en la noche
a la desolación del exterminio.

Es un caballo torvo, atado a un árbol,
siempre listo en su silla,
Uccello lo cubrió con capas de pintura,
lo borró de su siglo,
y hoy aguarda en el fondo de la cuadra
con los jinetes del Apocalipsis.


Eugenio Montejo, Caracas, Venezuela, 1938 – Valencia, España, 2008


viernes, 23 de diciembre de 2011

Ricardo Güiraldes




Viajar

Asimilar horizontes. ¿Qué importa si el mundo
es plano o redondo?
Imaginarse como disgregado en la atmósfera,
que lo abraza todo.
Crear visiones de lugares venideros y saber
que siempre serán lejanos,
inalcanzables como todo ideal.
Huir lo viejo.
Mirar el filo que corta una agua espumosa
y pesada.
Arrancarse de lo conocido.
Beber lo que viene.
Tener alma de proa.



Ricardo Güiraldes, Buenos Aires, 1886 – París, 1927 
imagen: blogmuseoguiraldes.com.ar



Tengo miedo de mirar mi dolor

Tengo miedo de mirar mi dolor.
No vaya a ser que me quede demasiado grande.
Prefiero calzar mi debe como una valentía de espuelas
e hincando mi pereza, que quisiera morir
cobardemente, andar con frente firme ante la
pampa yerma del dolor de los otros.
Sólo así quiero merecer.


Ricardo Güiraldes, Buenos Aires, 1886 – París, 1927


miércoles, 21 de diciembre de 2011

Fred Johnston






"El mar no es un lugar para estar, si uno puede evitarlo..."
—W. H. Auden, The Enchafèd Flood


Yo soy el mar, dijo ella: ven a nadar en mí.
Recuerda la excelente disertación de Auden

yo soy el cambio y la agitación, las cosas alteradas
lo contrario absoluto de la estabilidad.

Yo soy la luna, las mareas, la caracola que surge
de la mera imaginación — desprecio la roca

asentada en su solidez como una proposición
matemática — yo soy algo

muy distinto. Ella extendió los brazos
e hizo una pirueta en la arena mojada, blanda,

de nuevo con esa risa que yo conocía de la música
cuando cada instrumento le informa

al otro sobre el milagro de la armonía
y el tono. Somos demasiado inteligentes

para despreciar la luz de luna, dijo ella, nos
descubre, es fuego convertido en plata

por alquimia. Mira cómo pinta
mis uñas, y he vivido en cuevas

de fuego puro, soy peligrosa e inmune
al orden común y las retricciones sociales —

una brisa marina nos despertó, arena en nuestro pelo
sus brazos estaban sobre mí, y dijo susurrando

que el amor era caos, turbulencia,
la noche era su vía natural —

letras demenciales grabadas en nuestra piel
nuestras lenguas resecas lamieron sal

nos quitamos la arena de los ojos y escuchamos
el arrullo entrecortado de los barcos que venían.


Fred Johnston, Belfast, Irlanda del Norte, 1951
reside en Galway, Irlanda del Sur
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: Moon Over Beach, Owl’s Flight Photography
Image under Creative Commons License


Transfiguration

‘The sea is no place to be if you can help it...’
—W. H. Auden, The Enchafèd Flood

I am the sea, she said: come swim in me.
Remember Auden’s dreamy dissertation

I am change and upheaval, things disturbed
the living opposite of stability.

I am moon, tides, the shell forming
from sheer imagination — I despise the rock

that sits in its solidness like a proposition
of mathematics — I am something

very different. She stretched out her arms
and pirouetted on the soft, et sand,

with that laugh again I’d had known in music
when each instrument informs

the other of the miracle of harmony
and tone. We are too quick

to despise moonlight, she said, it finds
us out, it is fire turned by alchemy

into silver. Look how it paints
my fingernails, and I have lived in caves

of pure fire, I am dangerous and immune
to common order and civil restraints —

a sea breeze woke us, sand in our hair
her arms were over me and she murmured

that love was chaos, turbulence,
night was its natural thoroughfare —

letter of lunacy burned on our skin
our parched tongues lapped salt

we wiped sand from our eyes and heard
the breathy lullaby of boats coming in.



lunes, 19 de diciembre de 2011

Brian Coffey







6

Homero dónde nació dónde yace hijo de quién
qué viajes emprendidos no se sabe                 Su obra
perdura testimonio de inquebrantable mirada triste contenida
un arpa usa        fondo para versos cantados
No se cortó las uñas no fue indiferente no enmascaró
la luz que suponemos había entrado una vez a sus ojos para marcar la memoria
con la exacta luz del sol al mediodía reflejada en el mar agitado por el viento
La noche negra para la muerte             los colores de la mañana y la tarde para la vida
el rosa el glauco el oleaje malva tapizando
la anatomía mutilada el negro el blanco el rojo del hombre en guerra
los gritos las mujeres aguzando la paciencia los corazones vaciados
Sus oídos abiertos a la palabra hablada y las palabras a través del tiempo
como arena llevada por el viento
palabras de triunfo enemistades atentas hechizos tramados malicia
torbellino de sonido continuo mezclado en un oído perfecto
alisando todo y cada cosa de manera coherente y más real que la historia

Prudente Homero que sobrevivió para escribir sus poemas
se guardó acaso astutamente en lo profundo del corazón atribulado
lo que no habría complacido a sus clientes anfitriones
ni llegado por resonancia al corazón de señores envanecidos
pero podría al final llegar a nuestra alma agobiada


Brian Coffey, Irlanda, 1905-1995
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: Peter Paul Rubens, La muerte de Héctor (1630-1635)
Image under Creative Commons Attribution License
Museum Boijmans Van Beuningen


from Death of Hektor 

6

Homer where born where buried of whom the son
what journeys undertaken not known   His work
abides witness to unfaltering sad gaze constrained
a harp he uses             background for verses sung.
He pared no fingernails not indifferent   not masked
Light we suppose once had entered eyes to brand memory
with noon’s exact flame of sun mirrored in wind-stirred sea
black night for death                Colours of morning evening for life
the rose the glaucous the amethystine wave-work carpeting
maimed anatomy black white red of man at war
screams the women keening patience the emptied hearts
His ears open to spoken word and words down time like wind-blown sand
words of triumph
unsleeping enmities wound-up spells malice
swirl of sound continual mixed in a perfect car
surfacing coherent truer than history all and everything

Prudent Homer who survived to make his poems
did he keep unsaid wordly in innermost anguished heart
what would not have pleased his client banqueters
not reached by resonance the hearts of self-approving lords
yet at last might reach our raddled selves


miércoles, 14 de diciembre de 2011

Eugenio Montejo




La hora de Hamlet

Esta mañana me sorprende
con mi olvidada calavera entre las manos.
Hago de Hamlet.

Es la hora reductiva del monólogo
en que interrogo a mi Hacedor
sobre esta máscara que ha de volverse polvo,
sobre este polvo que sigue hablando todavía
aquí y acaso en otra parte.

A la distancia que me encuentre de la muerte,
hago de Hamlet.

Hamlet y pájaro con vértigo de alturas,
tras las almenas del íngrimo castillo
que cada quien erige piedra a piedra
para ser o no ser según la suerte,
el destino, la sombra, los pasos del fantasma.

Eugenio Montejo, Caracas, Venezuela, 1938 – Valencia, España, 2008
imagen: Herbert Beerhohm Tree como Hamlet, 1892


En el norte

Esta noche dimito de las sombras,
el Támesis regresa al mar del norte
con celajes de tren bajo la lluvia
y en sus raudos vagones
los viajeros sacan crucigramas.

Es la noche, resguárdate,
grita el reloj cerca del polo,
pero a esta hora mi país de ultramar
cruza el arco del sol
y se baten azules las palmas.

En cada muro en que me acodo
siento el vaivén errante de los barcos.
Entre estas islas y mi casa
caben todas las aguas por siglos de este río,
el gris invierno de paredes rectas,
los vientos que nos tornan monosilábicos
y quedan leguas que llenar para acercarse.

Mi corazón da tumbos en medio de la niebla,
no se ajusta a los polos,
busca el lugar donde la tierra gira más despacio.
Esta noche soy diurno frente al Támesis,
no voy a bordo en sus vagones,
sigo de pie con el silencio de una palma.
mi país de ultramar resplandece a lo lejos
y yo cuento sus horas
en relojes perdidos más allá del Atlántico.
Su ausencia es mi único equipaje.

Eugenio Montejo, Caracas, Venezuela, 1938 – Valencia, España, 2008



martes, 13 de diciembre de 2011

Esteban Moore





La fotografía

El marco de plata trabajada de unos 14 x 10 cm.
         estuvo olvidado dentro de un sobre
     en uno de los cajones de un mueble 
              vaya a saber cuántos años

Hasta que un día fue descubierto por una de mis hijas
       quien  sacó de él una vieja fotografía
         lo limpió —le dio brillo
    y lo utilizó para colocar la foto de su novio
                     —ya no recuerdo cuál—

Esa fotografía antigua —de color sepia 
                 de una mujer joven y una niña
 con  largos vestidos  —abrigos con cuellos de piel    
    sombreros —de fines del  XIX o muy de principios del XX
        botines acordonados —tacos casi imperceptibles 
            anduvo dando vueltas por la casa
                                   —habitó rincones sin luz

No se quién volvió a encontrarla  y la dejó sobre la mesa del comedor
                                 entre un montón de papeles

 Una tarde de domingo con lluvia 
                      decidí poner orden y archivarlos
     entonces llegó mi turno de enfrentarme con esa imagen
                               la miré detenidamente
               —me inquietó  la adustez de los rostros
                            la tristeza  en sus miradas
                          
En el reverso mi abuela había escrito
                                    /era su letra no había dudas/
            en tinta negra  y con pluma fuente
“Tiíta Flo y Helen Kathleen,
quien murió de fiebre escarlatina,
a los once años de edad, en St Cloud, París”
(Aunty Flo  & Helen Kathleen, who died when 11 years old,
of scarlet fever,  in St Cloud, Paris)
Tenía  también el sello algo borroneado del fotógrafo 
            Gilbert Frères  (peintres photographes)

Quiénes eran
      esa  mujer joven  y esa  niña
            retratadas en las afueras de París
   Qué hacía esa fotografía antigua  
                   entre los recuerdos familiares
          —ya desaparecida
              la generación de nuestros abuelos
                    nunca  llegaré a saberlo

Quizás alguien en un suburbio dublinense
       o en algún pueblito en el condado de Longford
tenga una vieja fotografía de una joven pareja
      sonriendo ante la cámara
en un estudio fotográfico de Buenos Aires
       o en la rambla de Mar del Plata
y se esté haciendo preguntas similares a las mías


Esteban Moore, Buenos Aires, Argentina, 1952
imagen: s/d



domingo, 11 de diciembre de 2011

Jorge L. Borges




Despedida

Entre mi amor y yo han de levantarse
trescientas noches como trescientas paredes
y el mar será una magia entre nosotros.

No habrá sino recuerdos.
Oh tardes merecidas por la pena,
noches esperanzadas de mirarse,
campos de mi camino, firmamento
que estoy viendo y perdiendo...
Definitiva como un mármol
entristecerá tu ausencia otras tardes.

Jorge L. Borges, Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986
imagen: gob.ar
de Fervor de Buenos Aires, 1922



Inventario

Hay que arrimar una escalera para subir. Un tramo le falta.
¿Qué podemos buscar en el altillo
Sino lo que amontona el desorden?
Hay olor a humedad.
El atardecer entra por la pieza de plancha.
Las vigas del cielo raso están cerca y el piso está vencido.
Nadie se atreve a poner el pie.
Hay un catre de tijera desvencijado.
Hay unas herramientas inútiles.
Está el sillón de ruedas del muerto.
Hay un pie de lámpara.
Hay una hamaca paraguaya con borlas, deshilachada.
Hay aparejos y papeles.
Hay una lámina del estado mayor de Aparicio Saravia.
Hay una vieja plancha a carbón.
Hay un reloj de tiempo detenido, con el péndulo roto.
Hay un marco desdorado, sin tela.
Hay un tablero de cartón y unas piezas descabaladas.
Hay un brasero de dos patas.
Hay una petaca de cuero.
Hay un ejemplar enmohecido del Libro de los Mártires de Foxe, en intrincada letra gótica.
Hay una fotografía que ya puede ser de cualquiera.
Hay una piel gastada que fue de tigre.
Hay una llave que ha perdido su puerta.
¿Qué podemos buscar en el altillo
Sino lo que amontona el desorden?
Al olvido, a las cosas del olvido, acabo de erigir este monumento,
Sin duda menos perdurable que el bronce y que se confunde con ellas.

Jorge L. Borges, Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986 de La rosa profunda, 1975

sábado, 10 de diciembre de 2011

Harry Clifton






¿Por qué debería parecernos tan extraño 
estar retrocediendo,
dejar Alemania, mientras las horas cambian,

con toda la historia
en reversa, los pasajeros que duermen
sobre ruedas engrilladas, y todo el mundo a oscuras?

Era pasada la medianoche cuando salimos.
Los cohetes de Año Nuevo se apagaban
en las calles de Munich — el desorden del festejo,

los petardos, el vidrio roto,
y doscientos años de revolución
tardando en irse, como un olor a azufre en la nariz. . . .

El guarda tose en el pasillo, toda la noche.
Puede quedarse con nuestros documentos
si a la mañana nos los devuelve

sellados. Nuestro único deseo
es dormir en la paz del calor corporal
—¡que ninguna antorcha brille entre nosotros!—

mientras otro descifra por los reflejos
las luces que se mueven, 
la dirección verdadera del tiempo. . . .

Los Alpes no nos importan —
Innsbrück, Brennero, Bolzano. Un sordo rugido
al pasar por cada túnel —

Las cumbres de Europa
siempre nos parecieron frías. Mejor soñar
con Munich y sus luces navideñas

o los maniquíes de Florencia,
ante uno de los cuales despertaremos seguro
por la mañana, después de una eternidad.

Cerca del alba, el sonido de voces —
Una estación desconocida. ¿Cuánto estuvimos aquí?
¿Una hora? ¿Una noche? ¿Doscientos años?

Palabras en italiano por un megáfono
. . . Bologna, Firenze, binario tre . . .
A la deriva en la oscuridad. Mil novecientos

ochenta y nueve fue y pasó —
Las alturas están a nuestra espalda.
Los primeros vendedores empujan sus carritos,

humeantes, por la aurora del Día Uno.
Dos vagabundos, un empleado ferroviario,
bajo la luz de un bar de la estación,

beben su trago amargo. Por un instante 
la vida es igual para todos nosotros,
con cara de sueño, en el amanecer de la humanidad.

Harry Clifton, Dublín, Irlanda, 1952
Versión © Gerardo Gambolini
de Night Train Through the Brenner,  1994
imagen: Awbeg River, Ireland [Public domain image]


Night Train Through the Brenner

Why should it seem so strange
To be travelling backwards
Out of Germany, as the hours change,

With the whole of history
In reverse, the passengers sleeping
On fettered wheels, and everyone in the dark?

When we left, it was after midnight.
New Year rockets fizzling out
On the Munich streets — a litter of celebration,

Firecrackers, broken glass,
And two hundred years of revolution
Lingering, like a sulphur smell in the nostrils. . . .

The conductor coughs in the corridor
All night long. He can have our identities
If he gives them back in the morning

Rubberstamped. Our one desire
Is to sleep in the peace
Of body heat — let no torch shine among us! —

While someone else deciphers
The moving lights from their reflections,
The true directions of time. . . .

The Alps are not our business —
Innsbrück, Brenner, Bolzano. A roar in our ears
As we bore through tunnels —

The watersheds of Europe
Were always too cold for us. Better to dream
Of Munich with its Christmas lights

Or the mannequins of Florence,
At one of which we will certainly wake
The morning after the ages.

Towards daybreak, the sound of voices —
An unknown station. How long have we been here?
An hour? A night? Two hundred years?

Italian speech, on a megaphone
‘. . . .Bologna, Firenze, binario tre. . . .’
Drifts through the darkness. Been and gone.

Is Ninetee Hundred and Eighty Nine —
The heights are behind us. Early vendors
Push their steaming trolleys

Through the small hours of Day One.
Two tramps, a railwayman,
In the light of a station buffet,

Swallow their bitter portion. For an instant
Life is the same for all of us,
Bleary-eyed, at the dawn of humanity.




Cuando estaba enojado, me iba al río —
Agua nueva sobre piedras viejas, la paciencia de los pozos.
Deja que la voluntad encuentre su propio ritmo
—decía una voz en mi interior,
en la que estaba aprendiendo a creer—

y el resto se cuidará solo.
Los peces remontaban la corriente, truchas diminutas
suspendidas como almas, en su elemento acuoso.
Yo y mi sombra divina
nos topábamos con ellas, y desaparecían.

Todo esto pasaba en lo profundo de las montañas —
Ira, truchas y sombra,
y el río corriendo entre ellas.
Lejos, invisible pero imaginado,
había un mar muy antiguo, donde las cosas se resolvían solas.

Harry Clifton, Dublín, Irlanda, 1952
Versión © Gerardo Gambolini
de Night Train Through the Brenner,  1994


The River

When I was angry, I went to the river —
New water on old stones, the patience of pools.
Let the will find its own pace,
Said a voice inside me
I was learning to believe,

And the will take care of itself.
The fish were facing upstream, tiny trout
Suspended like souls, in their aquaeous element.
I and my godlike shadow
Fell across them, and they dissapeared.

All this happened deep in the mountains —
Anger, trout, and shadow
With the river flowing through them.
Far away, invisible but imagined,
Was an ancient sea, where things would resolve themselves.


miércoles, 7 de diciembre de 2011

Gary Vila Ortíz





A Funes, el memorioso,
No le gustaba que el perro
De las tres catorce
Visto de perfil
Tuviera el mismo nombre
Que el perro de las tres y cuarto
Visto de frente

Funes tenía razón
T. S. Eliot leído un martes
Es diferente del que se
Puede leer un viernes

Y escuchar a Bela Bartok
Por la madrugada
No es lo mismo que escucharlo
Al atardecer
Mirar el Guernica de Picasso
Escuchando el concierto para violín
De Alban Berg
No es lo mismo que escucharlo
Dejando que la mirada se pierda
En el aire
O se detenga en el lomo ajado
De un viejo libro que se creía
Perdido para siempre
Hay que inventar palabras
Para esas diferencias
Creo que solamente
Borges / Joyce / Cummings /
Han intentado poner
En claro esas cosas.


Gary Vila Ortíz, Rosario, Argentina, 1935


lunes, 5 de diciembre de 2011

Manuel Álvarez Ortega





El puente que se extiende
de una edad a otra edad, por donde pasa el tiempo
sin ver, por donde pasamos
hora a hora, tantos años
ya, tantos siglos, está ahí, seguro de sus viejos
maderos, arco único.

                        Sin embargo, ¿quién se atreve
a cruzarlo, aunque la claridad
esté al otro lado, y rodeada por un alto muro
la casa se ilumine?

Florece la rosa de piedra
en el zaguán, y, entre el espino resplandeciente,
sus símbolos nos traen
el rumor de la lluvia,
lo que no sabemos dónde se ocultará, el miedo
del ángel que duerme
en nuestra cabeza y se niega a posesionarse
de la habitación.

Viajeros trashumantes, mitos
por ferias nocturnas o errantes mercados,
dispuestos estamos a conceder
la venta de nuestro dominio.

Firmada la ley, lebrel
en su fundación desconocida, vamos
inscribiendo nuestro nombre en el pergamino
de su magisterio.

Seremos los centinelas del fuerte,
donde llora la víctima, y el rey,
desde la cama, mientras se enfría el desayuno,
dicta la orden de lo oscuro,
entre la seda de las colchas y los ojos que miran
cómo se configura el pánico
de su diabólico anillo.

No volveremos más. El ocio
que promulga el edicto nos salvará
de la ira, y entre las velas, conocida la verdad,
murciélagos decapitados, vagaremos
por el carnaval del insomnio.


Manuel Álvarez Ortega, Córdoba, España, 1923




viernes, 2 de diciembre de 2011

Francisca Aguirre





¿Y quién alguna vez no estuvo en Ítaca?
¿Quién no conoce su áspero panorama,
el anillo de mar que la comprime,
la austera intimidad que nos impone,
el silencio de suma que nos traza?
Ítaca nos resume como un libro,
nos acompaña hacia nosotros mismos,
nos decubre el sonido de la espera.
Porque la espera suena:
mantiene el eco de voces que se han ido.
Ítaca nos denuncia el latido de la vida,
nos hace cómplices de la distancia,
ciegos vigías de una senda
que se va haciendo sin nosotros,
que no podremos olvidar porque
no existe olvido para la ignorancia.
Es doloroso despertar un día
y contemplar el mar que nos abraza,
que nos unge de sal y nos bautiza como nuevos hijos.
Recordamos los días del vino compartido,
las palabras, no el eco;
las manos, no el diluido gesto.
Veo el mar que me cerca,
el vago azul por el que te has perdido,
compruebo el horizonte con avidez extenuada,
dejo a los ojos un momento
cumplir su hermoso oficio;
luego, vuelvo la espalda
y encamino mis pasos hacia Ítaca. 

Francisca Aguirre, España, 1930
imagen: s/d



Recuerdo que una vez, cuando era niña,
me pareció que el mundo era un desierto.
Los pájaros nos habían abandonado para siempre:
las estrellas no tenían sentido,
y el mar no estaba ya en su sitio,
como si todo hubiera sido un sueño equivocado.

Sé que una vez, cuando era niña,
el mundo fue una tumba, un enorme agujero,
un socavón que se tragó a la vida,
un embudo por el que huyó el futuro. 

Es cierto que una vez, allá, en la infancia,
oí el silencio como un grito de arena.
Se callaron las almas, los ríos y mis sienes,
se me calló la sangre, como si de improviso,
sin entender por qué, me hubiesen apagado.

Y el mundo ya no estaba, sólo quedaba yo:
un asombro tan triste como la triste muerte,
una extrañeza rara, húmeda, pegajosa.
Y un odio lacerante, una rabia homicida
que, paciente, ascendía hasta el pecho,
llegaba hasta los dientes haciéndolos crujir.

Es verdad, fue hace tiempo, cuando todo empezaba,
cuando el mundo tenía la dimensión de un hombre,
y yo estaba segura de que un día mi padre volvería
y mientras él cantaba ante su caballete
se quedarían quietos los barcos en el puerto
y la luna saldría con su cara de nata.

Pero no volvió nunca.
Sólo quedan sus cuadros,
sus paisajes, sus barcas,
la luz mediterránea que había en sus pinceles
y una niña que espera en un muelle lejano
y una mujer que sabe que los muertos no mueren. 

Francisca Aguirre, España, 1930



En la noche fui hasta el mar para pedir socorro
Y el mar me respondió: socorro.
Fui hasta el mar y lo toqué
Con cuidado, como se toca a un animal equívoco,
Un animal que se come la tierra
Y en su límite último intenta confundirse con el cielo.
Fui hasta él con la inerme disposición
Con que nos acercamos a lo desconocido
Esperando una respuesta mayor que nuestra dolorosa pregunta.
Antes yo había mirado toda mi isla
Para llevarla conmigo hasta su sal.
Había agrupado todo mi territorio en la retina
Y fui con él al mar: era
Tan suyo como mío.
Ítaca y yo fuimos al minotauro acuático
Para pedir socorro
Y el mar nos respondió: socorro.
Triste fiera: socorro.

Francisca Aguirre, España, 1930


martes, 29 de noviembre de 2011

Raúl Gustavo Aguirre




El ballet infinito

Somos, yendo y viniendo
por nuestro propio escándalo,
amantes presurosos
en un bosque incendiado,
insensatas criaturas
que se olvidan del tiempo,
el tiempo sin piedad
que le falta a la muerte
para ser importante.

Raúl Gustavo Aguirre, Argentina, 1927-1983
imagen: portada de La estrella fugaz



Yo, Martin
Heidegger, filósofo
que pensó lo Impensable
y que anunció la pérdida del Ser
en razón de la ciencia y del olvido,
fui declarado por mis pares
“persona totalmente prescindible”
y enviado a cavar esta trinchera
a lo largo del Rin.

Bajo mis pies se ahonda la tierra venerable.
Cae el azul crepúsculo de Georg Trakl. Tengo frío.
Y en el bosque cercano suena otra vez, oscura,
la risa del idiota que asistía a mis clases.

Raúl Gustavo Aguirre, Argentina, 1927-1983



Algunos poetas me hacen llegar
sus libros, sus cartas, sus biografías y fotografías,
las nóminas de sus distinciones,
las fotocopias de sus declaraciones
y sus poemas inéditos.
Y yo me digo: ¿qué tengo que ver
con estos poetas tan productivos,
eficaces y dinámicos,
tan descollantes de personalidad,
tan seguros de sí, tan convencidos
de haber encontrado las palabras
y las claves definitivas?
¿Y qué tengo yo que ver con esos
otros, los nostálgicos, los que se
jactan de sus penas y me endosan sus importantes fracasos?
¿Y qué con esos otros que vociferan sus amores
y se abrazan en público con sus mujeres y sus
hombres, con sus ciudades, sus consignas, sus banderas y sus dioses?
¿Qué tengo yo que ver con esos poetas, yo que soy tartamudo,
yo que estoy aterrado,
yo que perdí las señas
y no tengo camino ni memoria
y apenas sobrevivo?

Raúl Gustavo Aguirre, Argentina, 1927-1983