El puente que se extiende
de una edad a otra edad, por donde pasa el tiempo
sin ver, por donde pasamos
hora a hora, tantos años
ya, tantos siglos, está ahí, seguro de sus viejos
maderos, arco único.
Sin embargo, ¿quién se atreve
a cruzarlo, aunque la claridad
esté al otro lado, y rodeada por un alto muro
la casa se ilumine?
Florece la rosa de piedra
en el zaguán, y, entre el espino resplandeciente,
sus símbolos nos traen
el rumor de la lluvia,
lo que no sabemos dónde se ocultará, el miedo
del ángel que duerme
en nuestra cabeza y se niega a posesionarse
de la habitación.
Viajeros trashumantes, mitos
por ferias nocturnas o errantes mercados,
dispuestos estamos a conceder
la venta de nuestro dominio.
Firmada la ley, lebrel
en su fundación desconocida, vamos
inscribiendo nuestro nombre en el pergamino
de su magisterio.
Seremos los centinelas del fuerte,
donde llora la víctima, y el rey,
desde la cama, mientras se enfría el desayuno,
dicta la orden de lo oscuro,
entre la seda de las colchas y los ojos que miran
cómo se configura el pánico
de su diabólico anillo.
No volveremos más. El ocio
que promulga el edicto nos salvará
de la ira, y entre las velas, conocida la verdad,
murciélagos decapitados, vagaremos
por el carnaval del insomnio.