Me hicieron entrar a verla.
Un fleco de cuentas de azabache
tintineó en mis oídos
al traspasar la cortina.
Me envolvió una penumbra morada.
Mi corazón se contrajo
ante el olor de órganos en desuso
y un riñón putrefacto.
El negro delantal donde solía
hundir mi cara
estaba doblado al pie de la cama
en la última y tenue luz de la ventana.
(Ve y dile adiós)
y fui empujado
hacia abismos insondables.
Me paré delante de ella.
Miraba el techo fijamente
y se empolvaba una mejilla, distraída,
reclinada contra el espaldar,
descansando hasta el próximo ataque.
Las mantas estiradas
casi hasta su boca,
que las líneas de mal genio
subrayaban todavía. Su cabello gris
suelto igual que el de una joven,
por toda la almohada,
mezclado con las sombras
que le cruzaban la frente
y en la boca y los ojos, como una red,
sujetando su cabeza contra la cama
y cayendo enmarañado hacia la sombra
que carcomía el piso a mis pies.
No me podía mover al principio, ni lo deseaba,
por miedo a que pudiera darse vuelta y me indicara
(la madre de mi padre)
con voz apremiante
—con algún feroz susurro lisonjero—
que me escondiese una última vez
contra ella, y me enterrara
en su fango reseco.
¿Debía besarla? Cuando besara
la humedad que avanzaba
por las paredes floreadas
de aquella fosa.
Pero debía besarla.
Me arrodillé junto al cuerpo en el lecho de muerte
y hundí mi cara en el frío y el olor
de su delantal negro.
Rapé y almizcle, los pliegues contra mis párpados
me transportaron a un sitio abandonado
que olía a ceniza: paredes y techos desconocidos
crujían pareciendo respirar.
Me vi revolviendo cenizas apagadas
buscando algún vestigio
de calor, cuando a lo lejos
en las bóvedas, oí caer
una gota. Y encontré
lo que estaba buscando
— ni fuego, ni calor,
ni alivio alguno,
sino su voz, suave, hablándole a alguien
sobre mi padre: “Dios lo ayude, derramó
grandes lágrimas allí junto a la máquina
por la pobrecita.” Gotas
brillantes sobre la tapa de madera
por mi hermanita. El lamento mío de
cachorro cesó pronto,
con toda temprana conjetura
de la triste monotonía y el tedioso pesar
y permanece amargo en riguroso cautiverio.
¡Cómo lo sentía ahora —
su corazón latiendo en mi boca!
Resolló entrecortadamente,
empujó las mantas
y se estremeció con un gesto de cansancio.
Me incorporé
y dejé la habitación
prometiéndome que
la besaría realmente
cuando estuviera realmente muerta.
Mi abuelo alzó apenas la vista del hogar
cuando asomé por la puerta, encogió los hombros
y volvió a clavar en el fuego
la mirada ausente.
Me quedé un momento a su lado,
incómodo, y me fui al taller.
Todavía había luz allí
y sentí que volvía a respirar.
La vejez puede digerir
cualquier cosa: la conmoción
ante las puertas del Cielo — la lucha que afrontamos
durante toda la vida.
Qué largo y duro se hace
hasta llegar al Cielo, a menos que uno,
como la pequeña Agnes,
se desvanezca con lágrimas tempranas.
Thomas Kinsella, 1928, Dublín, Irlanda
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: s/d
Un fleco de cuentas de azabache
tintineó en mis oídos
al traspasar la cortina.
Me envolvió una penumbra morada.
Mi corazón se contrajo
ante el olor de órganos en desuso
y un riñón putrefacto.
El negro delantal donde solía
hundir mi cara
estaba doblado al pie de la cama
en la última y tenue luz de la ventana.
(Ve y dile adiós)
y fui empujado
hacia abismos insondables.
Me paré delante de ella.
Miraba el techo fijamente
y se empolvaba una mejilla, distraída,
reclinada contra el espaldar,
descansando hasta el próximo ataque.
Las mantas estiradas
casi hasta su boca,
que las líneas de mal genio
subrayaban todavía. Su cabello gris
suelto igual que el de una joven,
por toda la almohada,
mezclado con las sombras
que le cruzaban la frente
y en la boca y los ojos, como una red,
sujetando su cabeza contra la cama
y cayendo enmarañado hacia la sombra
que carcomía el piso a mis pies.
No me podía mover al principio, ni lo deseaba,
por miedo a que pudiera darse vuelta y me indicara
(la madre de mi padre)
con voz apremiante
—con algún feroz susurro lisonjero—
que me escondiese una última vez
contra ella, y me enterrara
en su fango reseco.
¿Debía besarla? Cuando besara
la humedad que avanzaba
por las paredes floreadas
de aquella fosa.
Pero debía besarla.
Me arrodillé junto al cuerpo en el lecho de muerte
y hundí mi cara en el frío y el olor
de su delantal negro.
Rapé y almizcle, los pliegues contra mis párpados
me transportaron a un sitio abandonado
que olía a ceniza: paredes y techos desconocidos
crujían pareciendo respirar.
Me vi revolviendo cenizas apagadas
buscando algún vestigio
de calor, cuando a lo lejos
en las bóvedas, oí caer
una gota. Y encontré
lo que estaba buscando
— ni fuego, ni calor,
ni alivio alguno,
sino su voz, suave, hablándole a alguien
sobre mi padre: “Dios lo ayude, derramó
grandes lágrimas allí junto a la máquina
por la pobrecita.” Gotas
brillantes sobre la tapa de madera
por mi hermanita. El lamento mío de
cachorro cesó pronto,
con toda temprana conjetura
de la triste monotonía y el tedioso pesar
y permanece amargo en riguroso cautiverio.
¡Cómo lo sentía ahora —
su corazón latiendo en mi boca!
Resolló entrecortadamente,
empujó las mantas
y se estremeció con un gesto de cansancio.
Me incorporé
y dejé la habitación
prometiéndome que
la besaría realmente
cuando estuviera realmente muerta.
Mi abuelo alzó apenas la vista del hogar
cuando asomé por la puerta, encogió los hombros
y volvió a clavar en el fuego
la mirada ausente.
Me quedé un momento a su lado,
incómodo, y me fui al taller.
Todavía había luz allí
y sentí que volvía a respirar.
La vejez puede digerir
cualquier cosa: la conmoción
ante las puertas del Cielo — la lucha que afrontamos
durante toda la vida.
Qué largo y duro se hace
hasta llegar al Cielo, a menos que uno,
como la pequeña Agnes,
se desvanezca con lágrimas tempranas.
Thomas Kinsella, 1928, Dublín, Irlanda
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: s/d
Tear
I was sent in to see her.
A fringe of jet drops
chattered at my ear
as I went in through the hangings.
I was swallowed in chambery dusk.
My hear shrank
at the smell of disused
organs and sour kidney.
The black aprons I used to
bury my face in
were folded at the foot of the bed
in the last watery light from the window.
(Go in and say goodbye to her)
and I was carried off
to unfathomable depths.
I turned to look at her.
She stared at the ceiling
and puffed her cheek, distracted,
propped high in the bed
resting for the next attack.
The covers were gathered close
up to her mouth,
that the lines of ill-temper still
marked. Her grey hair
was loosened out like
a young woman's all over
the pillow, mixed with the shadows
criss-crossing her forehead
and at her mouth and eyes,
like a web of strands tying down her head
and tangling down toward the shadow
eating away the floor at my feet.
I couldn't stir at first, nor wished to,
for fear she might turn and tempt me
(my own father's mother)
with open mouth
— with some fierce wheedling whisper —
to hide myself one last time
against her, and bury my
self in her drying mud.
Was I to kiss her? As soon
kiss the damp that crept
in the flowered walls
of this pit.
Yet I had to kiss.
I knelt by the bulk of the death bed
and sank my face in the chill
and smell of her black aprons.
Snuff and musk, the folds against my eyelid,
carried me into a derelict place
smelling of ash: unseen walls and roofs
rustled like breathing.
I found myself disturbing
dead ashes for any trace
of warmth, when far off
in the vaults a single drop
splashed. And I found
what I was looking for
— not heat nor fire,
not any comfort,
but her voice, soft, talking to someone
about my father: “God help him, he cried
big tears over there by the machine
for the poor little thing”. Bright
drops on the wooden bed for
my infant sister. My own
wail of child-animal grief
was soon done, with any early guess
at sad dullness and tedious pain
and lives bitter with hard bondage.
How I tasted it now —
her heart beating in my mouth!
She drew an uncertain breath
and pushed at the clothes
and shuddered tiredly.
I broke free
and left the room
promising myself
when she was really dead
I would really kiss.
My grandfather half looked up
from the fireplace as I came out,
and shrugged and turned back
with a deaf stare to the heat.
I fidgetted beside him for a minute
and went out to the shop.
It was still bright there
and I felt better able to breathe.
Old age can digest
anything: the commotion
at Heaven's gate — the struggle
in store for your all your life.
How long and hard it is
before you get to Heaven,
unless like little Agnes
you vanish with early tears.
A fringe of jet drops
chattered at my ear
as I went in through the hangings.
I was swallowed in chambery dusk.
My hear shrank
at the smell of disused
organs and sour kidney.
The black aprons I used to
bury my face in
were folded at the foot of the bed
in the last watery light from the window.
(Go in and say goodbye to her)
and I was carried off
to unfathomable depths.
I turned to look at her.
She stared at the ceiling
and puffed her cheek, distracted,
propped high in the bed
resting for the next attack.
The covers were gathered close
up to her mouth,
that the lines of ill-temper still
marked. Her grey hair
was loosened out like
a young woman's all over
the pillow, mixed with the shadows
criss-crossing her forehead
and at her mouth and eyes,
like a web of strands tying down her head
and tangling down toward the shadow
eating away the floor at my feet.
I couldn't stir at first, nor wished to,
for fear she might turn and tempt me
(my own father's mother)
with open mouth
— with some fierce wheedling whisper —
to hide myself one last time
against her, and bury my
self in her drying mud.
Was I to kiss her? As soon
kiss the damp that crept
in the flowered walls
of this pit.
Yet I had to kiss.
I knelt by the bulk of the death bed
and sank my face in the chill
and smell of her black aprons.
Snuff and musk, the folds against my eyelid,
carried me into a derelict place
smelling of ash: unseen walls and roofs
rustled like breathing.
I found myself disturbing
dead ashes for any trace
of warmth, when far off
in the vaults a single drop
splashed. And I found
what I was looking for
— not heat nor fire,
not any comfort,
but her voice, soft, talking to someone
about my father: “God help him, he cried
big tears over there by the machine
for the poor little thing”. Bright
drops on the wooden bed for
my infant sister. My own
wail of child-animal grief
was soon done, with any early guess
at sad dullness and tedious pain
and lives bitter with hard bondage.
How I tasted it now —
her heart beating in my mouth!
She drew an uncertain breath
and pushed at the clothes
and shuddered tiredly.
I broke free
and left the room
promising myself
when she was really dead
I would really kiss.
My grandfather half looked up
from the fireplace as I came out,
and shrugged and turned back
with a deaf stare to the heat.
I fidgetted beside him for a minute
and went out to the shop.
It was still bright there
and I felt better able to breathe.
Old age can digest
anything: the commotion
at Heaven's gate — the struggle
in store for your all your life.
How long and hard it is
before you get to Heaven,
unless like little Agnes
you vanish with early tears.
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