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domingo, 8 de julio de 2012

Thomas Kinsella




Haciendo el té

Cruzaba la ventana de la cocina y me detuve,
la tetera medio llena de agua hirviendo.
Había algo con los chicos, tranquilos afuera:
el nieto, apuesto y cada vez más alto,
y sus tres primas.
                                               Hablando.
No jugando, en el jardín del fondo.

Él estaba parado junto a la mesa, desenvuelto,
entreteniéndolas, dominando;
ellas, sentadas en el banco enfrente de él,
aceptando ser cautivadas y entretenidas.

En su rincón privado. Con la enredadera del vecino
asomando apenas por la pared.

                                   Todavía era un juego.
Vacié el agua caliente en la pileta.


Thomas Kinsella, Dublín, Irlanda, 1928
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: Kinsella leyendo en el Gate Theatre de Dublín


Making the Tea

I was passing the kitchen window, and stopped,
with the teapot half full of scalding water.
It was something about the childrn, quiet outside:
the grandson, goodlooking and growing tall,
and his three young girl cousins.
                                               Talking together.
Not playing, in the back yard.

He was standing casual by the garden table,
entertaining them, and holding sway;
they sitting on the bench in front of him,
agreeing to be charmed and entertained.

In their sheltered corner. With the neighbour’s creeper
barely showing over the wall.

                                               It was a game still.
I emptied my hot water into the sink.



El cuerpo llevado a la iglesia

En el teléfono, la voz de ella era distante,
pero largamente familiar.

*

Doblé otra esquina, siguiendo un hábito viejo,
y encontré St. Agnes.
                        La entrada llena de parientes:
primos, con la emoción de ancianos,
presentando esposas y maridos.

Busqué con la mirada a la hermana mayor.
Pero nadie le había avisado. Siempre fuimos
él y yo, nacidos al mismo tiempo.

Ocupamos nuestros sitios en la iglesia,
arrodillándonos y sentándonos
y descubriéndonos unos a otros, aquí y allá.

Sonó una campanilla y apareció un sacerdote joven
por el costado del altar. Comenzó
elogiando al difunto como buen esposo
y buen padre, y amigo de los vecinos.
Depués consoló a los deudos,
rematando las frases piadosas con un modesto floreo.

Se hizo a un lado, y ocupó su lugar
un joven feligrés, corpulento y de bigotes,
que habló con amor y sinceridad.
Un hijo y amigo del muerto.

Siguieron otros, hijas y otro hijo,
recordándolo y juntándose alrededor del ataúd.

Se formaron filas de dolientes en los pasillos laterales,
se acercaron al sacerdote, recibieron la hostia uno por uno
y volvieron a sus sitios.

El servicio terminó con el gesto de la paz
entre los fieles. La joven que estaba a mi lado
me tomó la mano entre las suyas con una sonrisa.

Los hijos e hijas condujeron a los presentes
hacia la puerta de entrada por el pasillo central,
y nos agregábamos detrás de la procesión a medida que pasaba.

Afuera, cuando la familia se fue en coche,
nos volvimos a mezclar en el mismo tumulto amistoso.
Intercambiando números. Arreglando para mantenernos en contacto.


Thomas Kinsella, Dublín, Irlanda, 1928
Versión © Gerardo Gambolini


The Body brought to the Church

Her voice was on the phone was remote,
but familiar from long ago.

                                   *

Round one more corner, by an old habit,
I found St. Agnes’s.
                                 The entrance full of relatives:
cousins, in elderly excitement,
introducing wives and husbands.

I looked around for the older sister.
But no one had called about her. It was always
himself and myself, born at the same time.


We took our places inside, around the church,
kneeling and sitting back
and noticing each other here and there.

A bell rang, and a young priest appeared
from around the side of the altar. He began
by praising the deceased as a good husband
and good father and friend in the neighbourhood.
Then consoled the bereaved,
ending the pious phrases with a modest flourish.

He stepped to one side, and his place was taken
by a young parishioner, moustached and heavy,
who spoke with directness and love.
A son and friend of the dead.

Others followed, daughters and another son,
remembering him and assembling around the coffin.

Lines of mourners formed in the side aisles,
approached the priest, acepted the Host in turn,
and turned away, back toward their places.

The service ended with the gesture of peace
around the congregation. The girl beside me
tookmy hand in both of hers with a smile.

The sons and daugters led the congregation
down the centre aisle toward the front door,
and we joined the end of the procession as it passed.


Outside, when the family were driven away,
we mixed again in the same friendly confusion.
Exchanging numbers. Arranging to keep in touch.



Errando ...

Errando
solo, de un cuarto vacío a otro
por los pasillos de un hotel ruinoso,
buscando el orinal extraviado...

Me desperté
            respirando un olor mental
y sentí en la boca los datos de la noche.


Mujeres nocturnas,
que destrozan la obra de mis días,

¿encontrarán lo que necesitan
en el baldío por venir?


Thomas Kinsella, Dublín, Irlanda, 1928
Versión © Gerardo Gambolini


Wandering alone...

Wandering alone
from abandoned room to room
down the corridors of a derelict hotel,
searching for the lost urinal...

I woke,
             breathing a mental smell,
and tasted the night facts.


Nighwomen,
picking the works of my days apart,

will you find what you need
in the waste still to come?



domingo, 1 de mayo de 2011

Thomas Kinsella



Me hicieron entrar a verla.
Un fleco de cuentas de azabache
tintineó en mis oídos
al traspasar la cortina.

Me envolvió una penumbra morada.
Mi corazón se contrajo
ante el olor de órganos en desuso
y un riñón putrefacto.

El negro delantal donde solía
hundir mi cara
estaba doblado al pie de la cama
en la última y tenue luz de la ventana.

(Ve y dile adiós)
y fui empujado
hacia abismos insondables.
Me paré delante de ella.

Miraba el techo fijamente
y se empolvaba una mejilla, distraída,
reclinada contra el espaldar,
descansando hasta el próximo ataque.

Las mantas estiradas
casi hasta su boca,
que las líneas de mal genio
subrayaban todavía. Su cabello gris

suelto igual que el de una joven,
por toda la almohada,
mezclado con las sombras
que le cruzaban la frente

y en la boca y los ojos, como una red,
sujetando su cabeza contra la cama
y cayendo enmarañado hacia la sombra
que carcomía el piso a mis pies.

No me podía mover al principio, ni lo deseaba,
por miedo a que pudiera darse vuelta y me indicara
(la madre de mi padre)
con voz apremiante

—con algún feroz susurro lisonjero—
que me escondiese una última vez
contra ella, y me enterrara
en su fango reseco.

¿Debía besarla? Cuando besara
la humedad que avanzaba
por las paredes floreadas
de aquella fosa.

Pero debía besarla.
Me arrodillé junto al cuerpo en el lecho de muerte
y hundí mi cara en el frío y el olor
de su delantal negro.

Rapé y almizcle, los pliegues contra mis párpados
me transportaron a un sitio abandonado
que olía a ceniza: paredes y techos desconocidos
crujían pareciendo respirar.

Me vi revolviendo cenizas apagadas
buscando algún vestigio
de calor, cuando a lo lejos
en las bóvedas, oí caer

una gota. Y encontré
lo que estaba buscando
— ni fuego, ni calor,
ni alivio alguno,

sino su voz, suave, hablándole a alguien
sobre mi padre: “Dios lo ayude, derramó
grandes lágrimas allí junto a la máquina
por la pobrecita.” Gotas

brillantes sobre la tapa de madera
por mi hermanita. El lamento mío de
cachorro cesó pronto,
con toda temprana conjetura

de la triste monotonía y el tedioso pesar
y permanece amargo en riguroso cautiverio.
¡Cómo lo sentía ahora —
su corazón latiendo en mi boca!

Resolló entrecortadamente,
empujó las mantas
y se estremeció con un gesto de cansancio.
Me incorporé

y dejé la habitación
prometiéndome que
la besaría realmente
cuando estuviera realmente muerta.

Mi abuelo alzó apenas la vista del hogar
cuando asomé por la puerta, encogió los hombros
y volvió a clavar en el fuego
la mirada ausente.

Me quedé un momento a su lado,
incómodo, y me fui al taller.
Todavía había luz allí
y sentí que volvía a respirar.

La vejez puede digerir
cualquier cosa: la conmoción
ante las puertas del Cielo — la lucha que afrontamos
durante toda la vida.

Qué largo y duro se hace
hasta llegar al Cielo, a menos que uno,
como la pequeña Agnes,
se desvanezca con lágrimas tempranas.

Thomas Kinsella, 1928, Dublín, Irlanda
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: s/d


Tear

I was sent in to see her.
A fringe of jet drops
chattered at my ear
as I went in through the hangings.

I was swallowed in chambery dusk.
My hear shrank
at the smell of disused
organs and sour kidney.

The black aprons I used to
bury my face in
were folded at the foot of the bed
in the last watery light from the window.

(Go in and say goodbye to her)
and I was carried off
to unfathomable depths.
I turned to look at her.

She stared at the ceiling
and puffed her cheek, distracted,
propped high in the bed
resting for the next attack.

The covers were gathered close
up to her mouth,
that the lines of ill-temper still
marked. Her grey hair

was loosened out like
a young woman's all over
the pillow, mixed with the shadows
criss-crossing her forehead

and at her mouth and eyes,
like a web of strands tying down her head
and tangling down toward the shadow
eating away the floor at my feet.

I couldn't stir at first, nor wished to,
for fear she might turn and tempt me
(my own father's mother)
with open mouth

— with some fierce wheedling whisper —
to hide myself one last time
against her, and bury my
self in her drying mud.

Was I to kiss her? As soon
kiss the damp that crept
in the flowered walls
of this pit.

Yet I had to kiss.
I knelt by the bulk of the death bed
and sank my face in the chill
and smell of her black aprons.

Snuff and musk, the folds against my eyelid,
carried me into a derelict place
smelling of ash: unseen walls and roofs
rustled like breathing.

I found myself disturbing
dead ashes for any trace
of warmth, when far off
in the vaults a single drop

splashed. And I found
what I was looking for
— not heat nor fire,
not any comfort,

but her voice, soft, talking to someone
about my father: “God help him, he cried
big tears over there by the machine
for the poor little thing”. Bright

drops on the wooden bed for
my infant sister. My own
wail of child-animal grief
was soon done, with any early guess

at sad dullness and tedious pain
and lives bitter with hard bondage.
How I tasted it now —
her heart beating in my mouth!

She drew an uncertain breath
and pushed at the clothes
and shuddered tiredly.
I broke free

and left the room
promising myself
when she was really dead
I would really kiss.

My grandfather half looked up
from the fireplace as I came out,
and shrugged and turned back
with a deaf stare to the heat.

I fidgetted beside him for a minute
and went out to the shop.
It was still bright there
and I felt better able to breathe.

Old age can digest
anything: the commotion
at Heaven's gate — the struggle
in store for your all your life.

How long and hard it is
before you get to Heaven,
unless like little Agnes
you vanish with early tears.