lunes, 19 de diciembre de 2011

Brian Coffey







6

Homero dónde nació dónde yace hijo de quién
qué viajes emprendidos no se sabe                 Su obra
perdura testimonio de inquebrantable mirada triste contenida
un arpa usa        fondo para versos cantados
No se cortó las uñas no fue indiferente no enmascaró
la luz que suponemos había entrado una vez a sus ojos para marcar la memoria
con la exacta luz del sol al mediodía reflejada en el mar agitado por el viento
La noche negra para la muerte             los colores de la mañana y la tarde para la vida
el rosa el glauco el oleaje malva tapizando
la anatomía mutilada el negro el blanco el rojo del hombre en guerra
los gritos las mujeres aguzando la paciencia los corazones vaciados
Sus oídos abiertos a la palabra hablada y las palabras a través del tiempo
como arena llevada por el viento
palabras de triunfo enemistades atentas hechizos tramados malicia
torbellino de sonido continuo mezclado en un oído perfecto
alisando todo y cada cosa de manera coherente y más real que la historia

Prudente Homero que sobrevivió para escribir sus poemas
se guardó acaso astutamente en lo profundo del corazón atribulado
lo que no habría complacido a sus clientes anfitriones
ni llegado por resonancia al corazón de señores envanecidos
pero podría al final llegar a nuestra alma agobiada


Brian Coffey, Irlanda, 1905-1995
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: Peter Paul Rubens, La muerte de Héctor (1630-1635)
Image under Creative Commons Attribution License
Museum Boijmans Van Beuningen


from Death of Hektor 

6

Homer where born where buried of whom the son
what journeys undertaken not known   His work
abides witness to unfaltering sad gaze constrained
a harp he uses             background for verses sung.
He pared no fingernails not indifferent   not masked
Light we suppose once had entered eyes to brand memory
with noon’s exact flame of sun mirrored in wind-stirred sea
black night for death                Colours of morning evening for life
the rose the glaucous the amethystine wave-work carpeting
maimed anatomy black white red of man at war
screams the women keening patience the emptied hearts
His ears open to spoken word and words down time like wind-blown sand
words of triumph
unsleeping enmities wound-up spells malice
swirl of sound continual mixed in a perfect car
surfacing coherent truer than history all and everything

Prudent Homer who survived to make his poems
did he keep unsaid wordly in innermost anguished heart
what would not have pleased his client banqueters
not reached by resonance the hearts of self-approving lords
yet at last might reach our raddled selves


miércoles, 14 de diciembre de 2011

Eugenio Montejo




La hora de Hamlet

Esta mañana me sorprende
con mi olvidada calavera entre las manos.
Hago de Hamlet.

Es la hora reductiva del monólogo
en que interrogo a mi Hacedor
sobre esta máscara que ha de volverse polvo,
sobre este polvo que sigue hablando todavía
aquí y acaso en otra parte.

A la distancia que me encuentre de la muerte,
hago de Hamlet.

Hamlet y pájaro con vértigo de alturas,
tras las almenas del íngrimo castillo
que cada quien erige piedra a piedra
para ser o no ser según la suerte,
el destino, la sombra, los pasos del fantasma.

Eugenio Montejo, Caracas, Venezuela, 1938 – Valencia, España, 2008
imagen: Herbert Beerhohm Tree como Hamlet, 1892


En el norte

Esta noche dimito de las sombras,
el Támesis regresa al mar del norte
con celajes de tren bajo la lluvia
y en sus raudos vagones
los viajeros sacan crucigramas.

Es la noche, resguárdate,
grita el reloj cerca del polo,
pero a esta hora mi país de ultramar
cruza el arco del sol
y se baten azules las palmas.

En cada muro en que me acodo
siento el vaivén errante de los barcos.
Entre estas islas y mi casa
caben todas las aguas por siglos de este río,
el gris invierno de paredes rectas,
los vientos que nos tornan monosilábicos
y quedan leguas que llenar para acercarse.

Mi corazón da tumbos en medio de la niebla,
no se ajusta a los polos,
busca el lugar donde la tierra gira más despacio.
Esta noche soy diurno frente al Támesis,
no voy a bordo en sus vagones,
sigo de pie con el silencio de una palma.
mi país de ultramar resplandece a lo lejos
y yo cuento sus horas
en relojes perdidos más allá del Atlántico.
Su ausencia es mi único equipaje.

Eugenio Montejo, Caracas, Venezuela, 1938 – Valencia, España, 2008



martes, 13 de diciembre de 2011

Esteban Moore





La fotografía

El marco de plata trabajada de unos 14 x 10 cm.
         estuvo olvidado dentro de un sobre
     en uno de los cajones de un mueble 
              vaya a saber cuántos años

Hasta que un día fue descubierto por una de mis hijas
       quien  sacó de él una vieja fotografía
         lo limpió —le dio brillo
    y lo utilizó para colocar la foto de su novio
                     —ya no recuerdo cuál—

Esa fotografía antigua —de color sepia 
                 de una mujer joven y una niña
 con  largos vestidos  —abrigos con cuellos de piel    
    sombreros —de fines del  XIX o muy de principios del XX
        botines acordonados —tacos casi imperceptibles 
            anduvo dando vueltas por la casa
                                   —habitó rincones sin luz

No se quién volvió a encontrarla  y la dejó sobre la mesa del comedor
                                 entre un montón de papeles

 Una tarde de domingo con lluvia 
                      decidí poner orden y archivarlos
     entonces llegó mi turno de enfrentarme con esa imagen
                               la miré detenidamente
               —me inquietó  la adustez de los rostros
                            la tristeza  en sus miradas
                          
En el reverso mi abuela había escrito
                                    /era su letra no había dudas/
            en tinta negra  y con pluma fuente
“Tiíta Flo y Helen Kathleen,
quien murió de fiebre escarlatina,
a los once años de edad, en St Cloud, París”
(Aunty Flo  & Helen Kathleen, who died when 11 years old,
of scarlet fever,  in St Cloud, Paris)
Tenía  también el sello algo borroneado del fotógrafo 
            Gilbert Frères  (peintres photographes)

Quiénes eran
      esa  mujer joven  y esa  niña
            retratadas en las afueras de París
   Qué hacía esa fotografía antigua  
                   entre los recuerdos familiares
          —ya desaparecida
              la generación de nuestros abuelos
                    nunca  llegaré a saberlo

Quizás alguien en un suburbio dublinense
       o en algún pueblito en el condado de Longford
tenga una vieja fotografía de una joven pareja
      sonriendo ante la cámara
en un estudio fotográfico de Buenos Aires
       o en la rambla de Mar del Plata
y se esté haciendo preguntas similares a las mías


Esteban Moore, Buenos Aires, Argentina, 1952
imagen: s/d



domingo, 11 de diciembre de 2011

Jorge L. Borges




Despedida

Entre mi amor y yo han de levantarse
trescientas noches como trescientas paredes
y el mar será una magia entre nosotros.

No habrá sino recuerdos.
Oh tardes merecidas por la pena,
noches esperanzadas de mirarse,
campos de mi camino, firmamento
que estoy viendo y perdiendo...
Definitiva como un mármol
entristecerá tu ausencia otras tardes.

Jorge L. Borges, Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986
imagen: gob.ar
de Fervor de Buenos Aires, 1922



Inventario

Hay que arrimar una escalera para subir. Un tramo le falta.
¿Qué podemos buscar en el altillo
Sino lo que amontona el desorden?
Hay olor a humedad.
El atardecer entra por la pieza de plancha.
Las vigas del cielo raso están cerca y el piso está vencido.
Nadie se atreve a poner el pie.
Hay un catre de tijera desvencijado.
Hay unas herramientas inútiles.
Está el sillón de ruedas del muerto.
Hay un pie de lámpara.
Hay una hamaca paraguaya con borlas, deshilachada.
Hay aparejos y papeles.
Hay una lámina del estado mayor de Aparicio Saravia.
Hay una vieja plancha a carbón.
Hay un reloj de tiempo detenido, con el péndulo roto.
Hay un marco desdorado, sin tela.
Hay un tablero de cartón y unas piezas descabaladas.
Hay un brasero de dos patas.
Hay una petaca de cuero.
Hay un ejemplar enmohecido del Libro de los Mártires de Foxe, en intrincada letra gótica.
Hay una fotografía que ya puede ser de cualquiera.
Hay una piel gastada que fue de tigre.
Hay una llave que ha perdido su puerta.
¿Qué podemos buscar en el altillo
Sino lo que amontona el desorden?
Al olvido, a las cosas del olvido, acabo de erigir este monumento,
Sin duda menos perdurable que el bronce y que se confunde con ellas.

Jorge L. Borges, Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986 de La rosa profunda, 1975

sábado, 10 de diciembre de 2011

Harry Clifton






¿Por qué debería parecernos tan extraño 
estar retrocediendo,
dejar Alemania, mientras las horas cambian,

con toda la historia
en reversa, los pasajeros que duermen
sobre ruedas engrilladas, y todo el mundo a oscuras?

Era pasada la medianoche cuando salimos.
Los cohetes de Año Nuevo se apagaban
en las calles de Munich — el desorden del festejo,

los petardos, el vidrio roto,
y doscientos años de revolución
tardando en irse, como un olor a azufre en la nariz. . . .

El guarda tose en el pasillo, toda la noche.
Puede quedarse con nuestros documentos
si a la mañana nos los devuelve

sellados. Nuestro único deseo
es dormir en la paz del calor corporal
—¡que ninguna antorcha brille entre nosotros!—

mientras otro descifra por los reflejos
las luces que se mueven, 
la dirección verdadera del tiempo. . . .

Los Alpes no nos importan —
Innsbrück, Brennero, Bolzano. Un sordo rugido
al pasar por cada túnel —

Las cumbres de Europa
siempre nos parecieron frías. Mejor soñar
con Munich y sus luces navideñas

o los maniquíes de Florencia,
ante uno de los cuales despertaremos seguro
por la mañana, después de una eternidad.

Cerca del alba, el sonido de voces —
Una estación desconocida. ¿Cuánto estuvimos aquí?
¿Una hora? ¿Una noche? ¿Doscientos años?

Palabras en italiano por un megáfono
. . . Bologna, Firenze, binario tre . . .
A la deriva en la oscuridad. Mil novecientos

ochenta y nueve fue y pasó —
Las alturas están a nuestra espalda.
Los primeros vendedores empujan sus carritos,

humeantes, por la aurora del Día Uno.
Dos vagabundos, un empleado ferroviario,
bajo la luz de un bar de la estación,

beben su trago amargo. Por un instante 
la vida es igual para todos nosotros,
con cara de sueño, en el amanecer de la humanidad.

Harry Clifton, Dublín, Irlanda, 1952
Versión © Gerardo Gambolini
de Night Train Through the Brenner,  1994
imagen: Awbeg River, Ireland [Public domain image]


Night Train Through the Brenner

Why should it seem so strange
To be travelling backwards
Out of Germany, as the hours change,

With the whole of history
In reverse, the passengers sleeping
On fettered wheels, and everyone in the dark?

When we left, it was after midnight.
New Year rockets fizzling out
On the Munich streets — a litter of celebration,

Firecrackers, broken glass,
And two hundred years of revolution
Lingering, like a sulphur smell in the nostrils. . . .

The conductor coughs in the corridor
All night long. He can have our identities
If he gives them back in the morning

Rubberstamped. Our one desire
Is to sleep in the peace
Of body heat — let no torch shine among us! —

While someone else deciphers
The moving lights from their reflections,
The true directions of time. . . .

The Alps are not our business —
Innsbrück, Brenner, Bolzano. A roar in our ears
As we bore through tunnels —

The watersheds of Europe
Were always too cold for us. Better to dream
Of Munich with its Christmas lights

Or the mannequins of Florence,
At one of which we will certainly wake
The morning after the ages.

Towards daybreak, the sound of voices —
An unknown station. How long have we been here?
An hour? A night? Two hundred years?

Italian speech, on a megaphone
‘. . . .Bologna, Firenze, binario tre. . . .’
Drifts through the darkness. Been and gone.

Is Ninetee Hundred and Eighty Nine —
The heights are behind us. Early vendors
Push their steaming trolleys

Through the small hours of Day One.
Two tramps, a railwayman,
In the light of a station buffet,

Swallow their bitter portion. For an instant
Life is the same for all of us,
Bleary-eyed, at the dawn of humanity.




Cuando estaba enojado, me iba al río —
Agua nueva sobre piedras viejas, la paciencia de los pozos.
Deja que la voluntad encuentre su propio ritmo
—decía una voz en mi interior,
en la que estaba aprendiendo a creer—

y el resto se cuidará solo.
Los peces remontaban la corriente, truchas diminutas
suspendidas como almas, en su elemento acuoso.
Yo y mi sombra divina
nos topábamos con ellas, y desaparecían.

Todo esto pasaba en lo profundo de las montañas —
Ira, truchas y sombra,
y el río corriendo entre ellas.
Lejos, invisible pero imaginado,
había un mar muy antiguo, donde las cosas se resolvían solas.

Harry Clifton, Dublín, Irlanda, 1952
Versión © Gerardo Gambolini
de Night Train Through the Brenner,  1994


The River

When I was angry, I went to the river —
New water on old stones, the patience of pools.
Let the will find its own pace,
Said a voice inside me
I was learning to believe,

And the will take care of itself.
The fish were facing upstream, tiny trout
Suspended like souls, in their aquaeous element.
I and my godlike shadow
Fell across them, and they dissapeared.

All this happened deep in the mountains —
Anger, trout, and shadow
With the river flowing through them.
Far away, invisible but imagined,
Was an ancient sea, where things would resolve themselves.


miércoles, 7 de diciembre de 2011

Gary Vila Ortíz





A Funes, el memorioso,
No le gustaba que el perro
De las tres catorce
Visto de perfil
Tuviera el mismo nombre
Que el perro de las tres y cuarto
Visto de frente

Funes tenía razón
T. S. Eliot leído un martes
Es diferente del que se
Puede leer un viernes

Y escuchar a Bela Bartok
Por la madrugada
No es lo mismo que escucharlo
Al atardecer
Mirar el Guernica de Picasso
Escuchando el concierto para violín
De Alban Berg
No es lo mismo que escucharlo
Dejando que la mirada se pierda
En el aire
O se detenga en el lomo ajado
De un viejo libro que se creía
Perdido para siempre
Hay que inventar palabras
Para esas diferencias
Creo que solamente
Borges / Joyce / Cummings /
Han intentado poner
En claro esas cosas.


Gary Vila Ortíz, Rosario, Argentina, 1935


lunes, 5 de diciembre de 2011

Manuel Álvarez Ortega





El puente que se extiende
de una edad a otra edad, por donde pasa el tiempo
sin ver, por donde pasamos
hora a hora, tantos años
ya, tantos siglos, está ahí, seguro de sus viejos
maderos, arco único.

                        Sin embargo, ¿quién se atreve
a cruzarlo, aunque la claridad
esté al otro lado, y rodeada por un alto muro
la casa se ilumine?

Florece la rosa de piedra
en el zaguán, y, entre el espino resplandeciente,
sus símbolos nos traen
el rumor de la lluvia,
lo que no sabemos dónde se ocultará, el miedo
del ángel que duerme
en nuestra cabeza y se niega a posesionarse
de la habitación.

Viajeros trashumantes, mitos
por ferias nocturnas o errantes mercados,
dispuestos estamos a conceder
la venta de nuestro dominio.

Firmada la ley, lebrel
en su fundación desconocida, vamos
inscribiendo nuestro nombre en el pergamino
de su magisterio.

Seremos los centinelas del fuerte,
donde llora la víctima, y el rey,
desde la cama, mientras se enfría el desayuno,
dicta la orden de lo oscuro,
entre la seda de las colchas y los ojos que miran
cómo se configura el pánico
de su diabólico anillo.

No volveremos más. El ocio
que promulga el edicto nos salvará
de la ira, y entre las velas, conocida la verdad,
murciélagos decapitados, vagaremos
por el carnaval del insomnio.


Manuel Álvarez Ortega, Córdoba, España, 1923




viernes, 2 de diciembre de 2011

Francisca Aguirre





¿Y quién alguna vez no estuvo en Ítaca?
¿Quién no conoce su áspero panorama,
el anillo de mar que la comprime,
la austera intimidad que nos impone,
el silencio de suma que nos traza?
Ítaca nos resume como un libro,
nos acompaña hacia nosotros mismos,
nos decubre el sonido de la espera.
Porque la espera suena:
mantiene el eco de voces que se han ido.
Ítaca nos denuncia el latido de la vida,
nos hace cómplices de la distancia,
ciegos vigías de una senda
que se va haciendo sin nosotros,
que no podremos olvidar porque
no existe olvido para la ignorancia.
Es doloroso despertar un día
y contemplar el mar que nos abraza,
que nos unge de sal y nos bautiza como nuevos hijos.
Recordamos los días del vino compartido,
las palabras, no el eco;
las manos, no el diluido gesto.
Veo el mar que me cerca,
el vago azul por el que te has perdido,
compruebo el horizonte con avidez extenuada,
dejo a los ojos un momento
cumplir su hermoso oficio;
luego, vuelvo la espalda
y encamino mis pasos hacia Ítaca. 

Francisca Aguirre, España, 1930
imagen: s/d



Recuerdo que una vez, cuando era niña,
me pareció que el mundo era un desierto.
Los pájaros nos habían abandonado para siempre:
las estrellas no tenían sentido,
y el mar no estaba ya en su sitio,
como si todo hubiera sido un sueño equivocado.

Sé que una vez, cuando era niña,
el mundo fue una tumba, un enorme agujero,
un socavón que se tragó a la vida,
un embudo por el que huyó el futuro. 

Es cierto que una vez, allá, en la infancia,
oí el silencio como un grito de arena.
Se callaron las almas, los ríos y mis sienes,
se me calló la sangre, como si de improviso,
sin entender por qué, me hubiesen apagado.

Y el mundo ya no estaba, sólo quedaba yo:
un asombro tan triste como la triste muerte,
una extrañeza rara, húmeda, pegajosa.
Y un odio lacerante, una rabia homicida
que, paciente, ascendía hasta el pecho,
llegaba hasta los dientes haciéndolos crujir.

Es verdad, fue hace tiempo, cuando todo empezaba,
cuando el mundo tenía la dimensión de un hombre,
y yo estaba segura de que un día mi padre volvería
y mientras él cantaba ante su caballete
se quedarían quietos los barcos en el puerto
y la luna saldría con su cara de nata.

Pero no volvió nunca.
Sólo quedan sus cuadros,
sus paisajes, sus barcas,
la luz mediterránea que había en sus pinceles
y una niña que espera en un muelle lejano
y una mujer que sabe que los muertos no mueren. 

Francisca Aguirre, España, 1930



En la noche fui hasta el mar para pedir socorro
Y el mar me respondió: socorro.
Fui hasta el mar y lo toqué
Con cuidado, como se toca a un animal equívoco,
Un animal que se come la tierra
Y en su límite último intenta confundirse con el cielo.
Fui hasta él con la inerme disposición
Con que nos acercamos a lo desconocido
Esperando una respuesta mayor que nuestra dolorosa pregunta.
Antes yo había mirado toda mi isla
Para llevarla conmigo hasta su sal.
Había agrupado todo mi territorio en la retina
Y fui con él al mar: era
Tan suyo como mío.
Ítaca y yo fuimos al minotauro acuático
Para pedir socorro
Y el mar nos respondió: socorro.
Triste fiera: socorro.

Francisca Aguirre, España, 1930


martes, 29 de noviembre de 2011

Raúl Gustavo Aguirre




El ballet infinito

Somos, yendo y viniendo
por nuestro propio escándalo,
amantes presurosos
en un bosque incendiado,
insensatas criaturas
que se olvidan del tiempo,
el tiempo sin piedad
que le falta a la muerte
para ser importante.

Raúl Gustavo Aguirre, Argentina, 1927-1983
imagen: portada de La estrella fugaz



Yo, Martin
Heidegger, filósofo
que pensó lo Impensable
y que anunció la pérdida del Ser
en razón de la ciencia y del olvido,
fui declarado por mis pares
“persona totalmente prescindible”
y enviado a cavar esta trinchera
a lo largo del Rin.

Bajo mis pies se ahonda la tierra venerable.
Cae el azul crepúsculo de Georg Trakl. Tengo frío.
Y en el bosque cercano suena otra vez, oscura,
la risa del idiota que asistía a mis clases.

Raúl Gustavo Aguirre, Argentina, 1927-1983



Algunos poetas me hacen llegar
sus libros, sus cartas, sus biografías y fotografías,
las nóminas de sus distinciones,
las fotocopias de sus declaraciones
y sus poemas inéditos.
Y yo me digo: ¿qué tengo que ver
con estos poetas tan productivos,
eficaces y dinámicos,
tan descollantes de personalidad,
tan seguros de sí, tan convencidos
de haber encontrado las palabras
y las claves definitivas?
¿Y qué tengo yo que ver con esos
otros, los nostálgicos, los que se
jactan de sus penas y me endosan sus importantes fracasos?
¿Y qué con esos otros que vociferan sus amores
y se abrazan en público con sus mujeres y sus
hombres, con sus ciudades, sus consignas, sus banderas y sus dioses?
¿Qué tengo yo que ver con esos poetas, yo que soy tartamudo,
yo que estoy aterrado,
yo que perdí las señas
y no tengo camino ni memoria
y apenas sobrevivo?

Raúl Gustavo Aguirre, Argentina, 1927-1983


lunes, 28 de noviembre de 2011

Olga Orozco




Más de veinte mil días avanzando, siempre penosamente,
siempre a contracorriente,
por esta enmarañada fundación donde giran los vientos
y se cruzan en todas direcciones paisajes y paredes tapiándome la puerta.
No sé si al continuar no retrocedo
o si al hallar un paso no confundo por una bocanada de niebla mi camino.
Tal vez volver atrás sea como perder dos veces la partida,
a menos que prefiera demorarme castigando las culpas
o aprendiendo a ceñir de una vez para siempre los nudos de la duda y el adiós,
pero no está en mi ley el escarmiento, la trampa en el reverso del tapiz,
y tampoco podré nacer de nuevo como la flor cerrada.
Habrá que proseguir desenrollando el mundo, deshaciendo el ovillo,
para entregar los restos a la tejedora,
comoquiera que sea, en el extremo o en el centro, a la salida.
He visto varias veces pasar su sombra por algunos ojos,
cubrirlos hasta el fondo;
varias veces graznaron a mi lado sus cuervos.
Perdí de vista fieles paraísos y amores insolubles como las catedrales.
Encontré quienes fueron mis propios laberintos dentro del laberinto,
así como presumo que comienza uno más donde se cree que éste se termina.
Extravié junto a nidos de serpientes mi confuso camino
y me obligó a desviarme más de un brillo de tigres en la noche entreabierta.
Siempre hay sendas que vuelan y me arrojan en un despeñadero
y otras me decapitan vertiginosamente bajo las últimas fronteras.
Recuento mis pedazos, recojo mis exiguas pertenencias y sigo,
no sé si dando vueltas,
si girando en redondo alrededor de la misma prisión,
del mismo asilo, de la misma emboscada, por muchísimo tiempo,
siempre con una soga tensa contra el cuello o contra los tobillos.
A ras del suelo no se distingue adónde van las aguas ni la intención del muro.
Sólo veo fragmentos de meandros que transcurren como una intriga en piedra,
etapas que parecen las circunvoluciones de una esfinge de arena,
corredores tortuosos al acecho de la menor incertidumbre,
trozos desparramados de otro mundo que se rompió en pedazos.
Pero desde lo alto, si alguien mira,
si alguien juzga la obra desde el séptimo día,
ha de ver la espesura como el plano de una disciplinada fortaleza,
un inmenso acertijo donde la geometría dispone transgresiones y franquicias,
un jardín prodigioso con proverbios para malos y buenos,
un mandala que al final se descifra.
Ignoro aquí quién soy.
Tal vez alguien lo sepa, tal vez tenga un cartel adherido a la espalda.
Sospecho que soy monstruo y laberinto.

Olga Orozco, Argentina, 1920-1999
imagen: fragmento de un grabado de Giovanni Batista Piranesi,
de la serie Carceri d’invenzione
[imagen de dominio público]