(liturgia del final)
¿Cómo haremos para tutearnos con el nacimiento si no nos
tuteamos con la muerte?: mi madre
ya ha empezado a despedirse: la gente se despide cuando el
mundo comienza a no pertenecerle: el que
ya no reconoce su casa
inicia así su despedida: los retratos ya no son de nadie, el
crucifijo de la pared induce a una perplejidad,
la Virgen del Milagro
tiene un sonido de campana remota, las macetas
ya ajenas a la vida cotidiana: una conversación extraviada en la
cabeza, una oreja que oye para adentro, y allí
perdido, sin
cara ni ojos, ni posibilidad de asomarse,
pasa el dueño del mundo, la salvación y la pérdida.
Todo es despedida entonces: el balbuceo del propio nombre, el
rito de la sopa, el crujido del ropero, el clavo donde se
cuelgan las llaves:
como si una caravana se alejara, y nosotros con ella: como decir
hasta aquí llegó el pacto,
y ya va siendo hora para mi madre
de acabar con el acuerdo que entre todos hemos sabido cumplir.
verano de 2002
Santiago Sylvester, Salta, Argentina, 1942
de El reloj biológico, Ediciones del Dock, Bs. As., 2007
imagen: Cecilia Revol Núñez, Molinos, 2009
(labores del verano)
Esto hace el verano cuando empiezan las lluvias: tira redes
para juntar aire, pájaros, hongos y biiodiversidad: la infinita
parentela que se pule a la intemperie
sin otro ruido que el indispensable.
Tira redes para hacer la trabazón;
la cuestión es ahuyentar el taedium vitae, que sí existe aunque
ese lapacho que rema contra el mismo viento desde hace
diez generaciones
diga lo contrario.
Es
un privilegio mirar desde aquí los detalles
de la creación: esas nubes que ruedan por la falda como si
estuvieran incómodas:
desde aquí
se ve todo en cantidad, y hasta la minuciosa variedad de bichos
parece necesaria.
Sienta bien el orgullo a estos árboles
que graban un lugar en la memoria: alguna vez volveremos allí
a buscar algo olvidado;
el azar trabaja por caminos remotos.
Santiago Sylvester, Salta, Argentina, 1942
de El reloj biológico, Ediciones del Dock, Bs. As., 2007
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