lunes, 29 de marzo de 2010

Horacio Castillo


Navegante solitario

Desde ahora, cada milla que navegue hacia el oeste
me alejará de todo. Han desaparecido las señales
de vida: ni peces, ni pájaros, ni sirenas,
ni una cucaracha zigzagueando en la cubierta.
Sólo agua y cielo, el horizonte destruido,
el mar , que canta como yo siempre la misma canción.
Ni peces, ni pájaros, ni sirenas,
ni esa extraña conversación en la sentina
que el oído percibe en las horas de calma.
Sólo agua y cielo, el rolido del tiempo.
A la noche, la estrella Achernar aparece en la proa;
entre los obenques, Aldebarán; a estribor,
un poco más arriba del horizonte,
Aries. Entonces arrío, duermo. Y la nada,
mansamente, viene a comer de mi mano.

Horacio Castillo, Ensenada, Pcia. de Buenos Aires, 1934
de Alaska
imagen: s/d


Bosque en llamas

Esta intrincada red de ramas y reflejos es nuestro habitat.
Aquí edificamos, en el fuego. Y una ola más pura que el aire,
más clara que el agua, socava los cimientos.
Abre la ventana: el bosque en llamas.
Pisa el umbral: la vida camina sobre las brasas.
Aquí edificamos, en el fuego. Y alrededor,
un orden nuevo condenado a morir,
un orden viejo condenado a nacer.
Abre la ventana: la vida al rojo.
Pisa el umbral: ceniza celeste.
Aquí edificamos, en el fuego. Y el alma,
como un pavo real, abre su cola en el incendio.

Horacio Castillo, Ensenada, Pcia. de Buenos Aires, 1934
de Alaska


Mono llorando sobre una tumba

Aquí la boca se llena de espuma, el oído de truenos,
aquí fracasa la lengua prensil.
¿Pero qué prueba esta piedra? Esta opacidad, ¿qué protege?
La mano que ardió en el interior del hormiguero
acaricia ahora el lomo pardo de lo inerte,
y debajo o detrás, hondo o lejos, algo se eriza,
demasiado callado para no ser, demasiado vivo para ser,
eso que viaja para siempre de silencio en silencio,
hacia silencios que jamás acabarán.

Horacio Castillo, Ensenada, Pcia. de Buenos Aires, 1934
de Alaska

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