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miércoles, 10 de agosto de 2011

Juan José Saer



[fragmentos]

                                               a Rafael Oscar Ielpi

                                                              Porque entre tango rigor
                                                               y habiendo perdido tanto,
                                                              no perdí mi amor al canto
                                                              ni mi voz como cantor.
                                                              —La vuelta de Martín Fierro

Estando, por razones políticas, exiliado en el litoral, un poeta argentino del siglo pasado, llamado José, recibió, una mañana, la visita de Rafael, su hermano. Comieron asado con vino negro y, como hacía calor, se echaron a dormir la siesta en el pasto [...]  antes de entrar en el sueño profundo que duraría hasta el anochecer, mantuvieron el siguiente diálogo:


José:
¿Y han de pasar, nomás, para nosotros, los años? ¿Vacilación,
sangre, vacío, habrá sido nomás nuestra suma en el árbol
de las horas? A veces, nadando en el río firme de la fraternidad,
qué tentación, qué tentación, hermano, de echarme a morir,
o separarme para mirar, callándome por fin, desde la orilla, el delirio.
Estos pueblos se me antojan a veces como un pan en llamas.

[...]

Y estamos echados, sin embargo,
en este silencio, a salvo de un sol continuo, implacable,
bajo este dije de paraísos, donde es más denso
el olor de los ríos que el de la pólvora: dos hermanos
que salían, en la infancia, a cazar, y volvían, a la oración,
trayendo una maraña de caseros y las rodillas sangrantes,
dos hermanos que se abrazan cuando lo admite la guerra
y juntan, si pueden, bajo una lámpara, los pedazos de un mismo
recuerdo. La borra de estos momentos será una nación.

[...]

Rafael:
                                                           No oigo nada, nada
más que este siglo ensordecedor; nada, como no sea
el lamento monótono que se levanta de las ciudades,
los grandes golpes de sable contra el cuello del condenado,
el chillido de los monos de etiqueta despedazando
el mapa del mundo, el cotorreo
en las cenas de sociedad, y la jerga de los pedantes. Nada,
salvo una voz que se cuela, a veces, desde la infancia,
para decir, muchas veces No era esto. No era esto,
y apagarse, en seguida, llorosa, en la oscuridad.

[...]

Qué diferencia, la de esa agua, con este vino
que nos hunde en un sueño lleno de miedo,
separándonos, hundiéndonos a cada uno en su cuerpo
como en la fuente de la cólera, de espaldas a un mundo frágil.

[...]

Hemos descubierto, una mañana, inesperadamente,
en el patio de nuestra casa, el rastro de la víbora,
trayendo consigo la pesadilla, el horror,
el entresueño, el hambre. La tortura
desplazó, férreamente, al nacimiento,
y en nuestros sueños reinan, rabiosas, las medusas. ¿Después de esto,
qué vendrá? ¿Qué es lo que habremos de legar?

José:
Aunque de todo este horror edifiquemos
algo más claro y duradedor,
                                   habrá sido tan alto el precio
que en comparación nuestro edificio será nada,
y aunque la tierra entera cante con una voz unánime,
mucha más tarde, junto a la mesa servida,
habrá siempre un momento negro sobre una rama del tiempo
donde los sueños convictos de estos siglos ruidosos
recibirán, de los verdugos de sueños, su condena.

Juan José Saer, Santa Fe, Argentina, 1937 – París, Francia, 2005
fuente: 200 años de poesía argentina, Bs. As., Alfaguara, 2010
imagen: de informe reservado.net