martes, 16 de octubre de 2012

Carlos Drummond de Andrade






Algunos años viví en Itabira.
Principalmente nací en Itabira.
Por eso soy triste, orgulloso: de hierro. 
Noventa por ciento de hierro en las calzadas.
Ochenta por ciento de hierro en las almas.
Y ese enajenarse de lo que en la vida es porosidad y comunicación.

La gana de amar, que me paraliza el trabajo,
viene de Itabira, de sus noches blancas, sin mujeres y sin horizontes.

Y el hábito de sufrir, que tanto me divierte,
es dulce herencia itabirana.

De Itabira traje prendas diversas que ahora te ofrezco:
este San Benito del viejo santero Alfredo Duval;
esta piedra de hierro, futuro acero del Brasil;
este cuero de anta, extendido en el sofá de la sala de visitas;
este orgullo, esta cabeza baja...

Tuve oro, tuve ganado, tuve haciendas.
Hoy soy funcionario público.
Itabira es apenas una fotografía en la pared.
¡Pero cómo duele!


Carlos Drummond de Andrade, Brasil, 1902-1987
Traducción de Rodolfo Alonso
Imagen: estatua de Drummond de Andrade en Itabira




Y así nos dejó nuestro amigo Aníbal M. Machado:
con la gentileza de costumbre,
de los cercanos despidiéndose sereno, a los distantes
mandando recuerdos.
            Recibió a la muerte como recibía a los amigos, a los
viajeros y a los perseguidos políticos en la casa blanca de
Visconde de Pirajá.
            La muerte se sentó en la mejor poltrona, probó el 
batido de maracuyá, animadamente conversaron; noches y
noches.
            Hablaron del Rio das Velhas, que él llevaba en el 
bolsillo, porque era montañés de la orilla del agua, alegre,
diferente de los comprovincianos;
           de Nova Granja y Vassouras, estaciones de relax; del
desván de la calle Tupis de Belo Horizonte, en cuyo sótano
él se llamó Antonio Verde y ensayó sus primeras magias.
          Pues dicen que fue ofcial de gabinete, promotor 
público, profesor de literatura, ofcial de la 5ª Circunscripción
del Registro Civil; 
           pero lo que fue justa y exclusivamente es mago no
sindicalizado,
           y para percibir esa condición bastaba reparar en su
figura pequeñita, eléctrica, de elfo benigno,
           y en las palabras delante de la voz, palomas apuradas.
           Una de sus magias, y no de las voluminosas, fue
llegar cerca de los 70 pareciendo no tener aliento para 20;
           y mientras los otros distribuyen sus dolencias, él
distribuía su sensualidad saludable de vivir y de interesarse
estética y concretamente por la vida;
la vida, en su totalidad; en movimiento, forma y 
pintura, en carne, hueso, injusticia, amor;
la vida que él quería limpia y vivible para todos
(pero eso ya no depende de los magos).
Así, a muchos ayudó a vivir, y a no sé cuántos salvó
de sí mismos, del tedio, de la soledad y de la sequedad, 
pues todo él era una casa, con mesa puesta y luz
encendida, 
para el desesperado y el ebrio,
            probando que la ciudad no es laberinto del infierno
si en ella florecen el domingo feérico dentro del domingo,
la paciencia y la sonrisa.
Entonces, sabiendo de eso y de alguna otra cosa, la
muerte no podría asustarlo ni humillarlo, 
pues ya lo probara de modos diversos, inclusive en
el avión del que se desprendió la hélice,
y en cuyo interior, él, sin flaquear, amparó al
compañero de piernas mutiladas, en agonía.
Es que, llegada la hora, la muerte fue una visita
entre otras, al hombre que recibía doscientas mil visitas,
inclusive a las molestas, y no era presidente de nada.
Y así fueron dialogando, él con su boina, ella con su
hoz escondida.
Aquí afuera llegaba el eco apagado de la conversación.
(En la ventana del sanatorio, el ramo de flores, mensaje
al mundo.)
            A una palabra de Selma, de Lúcia o de Lucas, nos
enterábamos de que todo se cumplía con simplicidad y
decencia,
a la manera de los Machado; y pensábamos en las
seis Marías: Celina, Clara, Ana, Luisa, Ethel, Araci;
especialmente en María Clara, obra maestra de Aníbal,
que le pasó la vara de prodigios;
en los cuentos, en los poemas, en las llamadas telefónicas,
en Chaplin, su hermano mayor, en João Ternura, su
hermano más joven;
y sentíamos que, postrado en la cama y conducido al
despojamiento final,
él continuaba siendo el más joven, el más alegre de
todos,
de suerte que no sabemos todavía si murió efectivamente
o si es apenas una de sus magias.


Carlos Drummond de Andrade, Brasil, 1902-1987
Traducción de Rodolfo Alonso


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