martes, 8 de noviembre de 2011

Fernando Pessoa





No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Ventanas de mi cuarto,
de mi cuarto de uno de los millones del mundo que nadie sabe quién es
(y si supieran quién es, ¿qué sabrían?),
dais al misterio de una calle cruzada constantemente por gente,
a una calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, cierta, desconocidamente cierta,
con el misterio de las cosas por debajo de las piedras y de los seres,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y cabellos blancos en los hombres.
Con el Destino conduciendo la carroza de todo por el camino de nada.

Estoy vencido hoy, como si supiera la verdad.
Estoy lúcido hoy, como si fuera a morir
y no tuviese más hermandad con las cosas
que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de la calle
la fila de vagones de un tren, y un silbato anunciando la partida 
en mi cabeza,
y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos al partir.

Estoy perplejo hoy, como quien pensó y halló y olvidó.
Estoy dividido hoy entre la lealtad que le debo
a la Tabaquería de la vereda de enfrente, como cosa real por fuera,
y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.

Fracasé en todo.
Como no me hice propósito alguno, tal vez todo fuera nada.
Bajé de la enseñanza que me dieron
por la ventana del fondo de casa.
Fui hasta el campo con grandes propósitos.
Pero allí sólo encontré árboles y pasto,
y cuando había gente era igual a la otra.
Salgo de la ventana, me siento en una silla. ¿En qué he de pensar?

¿Qué sé yo lo que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? ¡Pero pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser la misma cosa, que no puede haber tantos!
¿Genio? En este momento
cien mil cerebros se ven en sueños genios como yo,
y la historia no registrará, ¿quién sabe?, ni a uno,
ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí.
¡En todos los manicomios hay locos perdidos con tantas certezas!
Yo, que no tengo ninguna certeza, ¿ soy más cierto o menos cierto?
No, ni en mí...
¿En cuantas buhardillas y no-buhardillas del mundo
no hay genios-para-sí-mismos soñando en este momento?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas
—sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas—,
y quién sabe si realizables,
no verán nunca la luz del sol real ni encontrarán oídos entre la gente?
EI mundo es para quien nace para conquistarlo
y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.
He soñado más que lo que soñó Napoleón.
He apretado al pecho hipotético más humanidades que Cristo,
he hecho en secreto filosofías que ningún Kant escribió.
Pero soy, y tal vez seré siempre, el de la buhardilla,
aunque no viva en ella;
siempre seré el que no nació para eso;
siempre seré sólo el que tenía condiciones;
siempre seré el que esperó que le abriesen la puerta delante de una pared sin puerta
y cantó la cantiga del Infinito en un gallinero
y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
Derrámeme la Naturaleza sobre la cabeza ardiente
su sol, su lluvia, el viento que me descubre el cabello,
y el resto que venga si viniere, o tuviere que venir, o que no venga.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
conquistamos el mundo entero antes de levantarnos de la cama;
pero despertamos y es opaco,
nos levantamos y es ajeno,
salimos de casa y es toda la tierra,
más el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.

(¡Come chocolates, pequeña,
come chocolates!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que los chocolates.
Mira que las religiones todas no enseñan más que la confitería.
¡Come, pequeña sucia, come!
¡Ojalá pudiera yo comer chocolates con la misma verdad con que los comes!
Pero yo pienso y, al quitar el papel plateado, que es de estaño,
tiro todo al suelo, como he tirado la vida.)

Pero al menos queda la amargura de lo que nunca seré
la caligrafía rápida de estos versos,
pórtico partido a lo Imposible.
Pero al menos me dedico a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
noble al menos en el gesto generoso con que arrojo
la ropa sucia que soy, sin orden, al curso de las cosas,
y me quedo en casa sin camisa.

(Tú, que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
o diosa griega, concebida como estatua que fuera viva,
o Patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
o princesa de trovadores, gentilísima y vivaz,
o marquesa del siglo dieciocho, escotada y lejana,
o cocotte célebre del tiempo de nuestros padres,
o no sé qué moderno —no imagino bien qué—
todo eso, sea lo que fuere, que seas, ¡si puede inspirar que inspire!
Mi corazón es un balde vaciado.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus me invoco
a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta nitidez.
Veo las tiendas, veo las veredas, veo los coches que pasan,
veo los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo los perros que también existen,
y todo esto me pesa como una condena al destierro,
y todo esto me es extraño, como todo.)

Viví, estudié, amé y hasta creí,
y hoy no hay un mendigo al que no envidie sólo por no ser yo.
Le miro a cada uno los andrajos y las llagas y la mentira,
y pienso: tal vez nunca hayas vivido ni estudiado ni amado ni creído
(porque es posible fingir la realidad de todo eso sin hacer nada de eso);
tal vez exististe apenas, como un lagarto al que le cortan la cola
y que es cola antes que lagarto confusamente.

Hice de mí lo que no supe
y lo que podía hacer de mí no lo hice.
El disfraz que me puse era incorrecto.
Entonces me tomaron por quien no era y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando me quise quitar la máscara,
estaba pegada a la cara.
Cuando me la arranqué y me vi en el espejo,
ya había envejecido.
Estaba ebrio, ya no sabía llevar el disfraz que no me había quitado.
Tiré la máscara y dormí en el guardarropas
como un perro tolerado por la gerencia
por ser inofensivo
y voy a escribir esta historia para probar que soy sublime.

Esencia musical de mis versos inútiles,
cuánto quisiera descubrirme como algo que yo hiciese
y no quedara siempre enfrente de la Tabaquería de enfrente,
pisoteando la conciencia de estar existiendo,
como una alfombra en la que un ebrio tropieza
o un felpudo que los gitanos robaron y que no valía nada.

Pero el Dueño de la Tabaquería se asomó a la puerta y se quedó en la puerta.
Lo miro con la incomodidad de la cabeza torcida
y con la incomodidad del alma que entiende mal.
Él morirá y yo moriré.
Él dejará el letrero, yo dejaré los versos.
A cierta altura también morirá el letrero, y los versos también.
Después de cierta altura morirá la calle donde estuvo el letrero,
y la lengua en que fueron escritos los versos.
Después morirá el planeta girante en que se dio todo esto.
En otros satélites de otros sistemas cualquier cosa como gente
seguirá haciendo cosas como versos y viviendo debajo de cosas como letreros,

siempre una cosa enfrente de la otra,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el misterio del fondo tan cierto como el sueño de misterio de la superficie,
siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni otra.

Pero un hombre entró en la Tabaquería (¿a comprar tabaco?),
y la realidad plausible cae de repente sobre mí.
Me enderezo a medias enérgico, convencido, humano,
y voy a tratar de escribir estos versos en que digo lo contrario.

Enciendo un cigarrillo al pensar en escribirlos
y saboreo en el cigarrillo la liberación de todos los pensamientos.
Sigo el humo como una ruta propia,
y disfruto, en un momento sensitivo y adecuado,
la liberación de todas las especulaciones
y el saber que la metafísica es una consecuencia de estar indispuesto.

Después me echo hacia atrás en la silla
y sigo fumando.
Mientras el Destino me lo conceda, seguiré fumando.

(Si me casara con la hija de mi lavandera tal vez sería feliz.)
Visto esto, me levanto de la silla. Voy a la ventana.
El hombre salió de la Tabaquería (metiéndose el cambio en el bolsillo de los pantalones?).
Ah, lo conozco: es Esteves, sin metafísica.
(El Dueño de la Tabaquería se asomó a la puerta.)
Como por un instinto divino, Esteves se dio vuelta y me vio.
Me saludó con la mano, ¡Adiós Esteves!, le grité, y el universo
se me reconstruyó sin ideal ni esperanza, y el Dueño de la Tabaquería sonrió.


Fernando Pessoa, Lisboa, 1888-1935 
Versión © Gerardo Gambolini

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