domingo, 15 de enero de 2012

Gary Vila Ortíz






¿A dónde iremos a vivir,
En qué tierra olvidaremos
nuestra piel,
bajo qué musgo crecerán
nuestras últimas palabras?

Allá se encuentre tu sonrisa
y tu mano hacia la flor,
pero muy cerca del otro abismo
con que alguna vez
hemos soñado

Nada sin embargo, puede
movernos de esta inmovilidad
de sangre y piedra.

Aquí estaremos hasta el final,
cuando la tierra avance,
cuando el musgo cubra
con paciencia
la boca
la flor,
las tristes memorias.


Gary Vila Ortíz, Rosario, Argentina, 1935
imagen: s/d




miércoles, 11 de enero de 2012

Leah Goldberg





Los años embellecieron mi rostro
Con recuerdo de amores
Y colgaron en mi cabeza frágiles hilos de plata
Hasta que fui muy bella.

En mis ojos se reflejan
Los paisajes.
Y los caminos que pasé
Allanaron mis pasos
Cansados y hermosos.

Si me vieras ahora
No reconocerías tu ayer-
Voy hacia mí
En los rostros que buscaste en vano
Cuando yo iba hacia ti.


Leah Goldberg, Könisberg, 1911 – Jerusalem, 1970
Traducción de María Pérez Valverde
imagen: commons.wikimedia.org





Estoy en medio del desierto
y ni siquiera tengo una estrella
El viento no me habla
y la arena no guarda mis huellas.

.............................................................

Grité, Contéstame.
No me contestó.
Llamé a la puerta. Äbreme.
No me abrió.

Afuera, la noche ardiente y ciega.
Fui a llamar a otra puerta.


Grité, Contéstame.
No me contestó.
Llamé a la puerta. Äbreme.
No me abrió.

Afuera, la noche ardiente y ciega.
Fui a llamar a otra puerta.

Susurré, Contèstame.
No me contestó.
Supliqué. Abreme.
No abrió.

Por la mañana el rocío cubría la muralla
y así me encontraron sus guardianes.

.................................................................

Tres días su recuerdo no se movió de mí.
Al cuarto, rebané el pan.
Al cuarto, abrí la aurora.
Al cuarto, vi el mar.

Al cuarto supe que el mar
es hermoso y azul su grandeza.
Y con la brisa salada,
el aroma del mar no probó mis lágrimas.


Leah Goldberg, Könisberg, 1911 – Jerusalem, 1970
sin mención del traductor

lunes, 9 de enero de 2012

Salvatore Quasimodo




Hombre de mi tiempo

Aún eres aquel de la piedra y la honda,
hombre de mi tiempo. Estabas en la cabina
con las alas malignas, los meridianos de muerte,
te he visto — dentro del carro de fuego, en las horcas,
en las ruedas de tortura. Te he visto: eras tú,
con tu ciencia exacta incitada al exterminio,
sin amor, sin Cristo. Has vuelto a matar,
como siempre, como mataron tus padres, como mataron
los animales que te vieron por primera vez.
Y esta sangre huele como en el día
en que el hermano le dijo al otro hermano:
“Vamos al campo”. Y aquel eco frío, tenaz,
llega hasta ti, entra en tu jornada.
Olvidad, oh hijos, las nubes de sangre
surgidas de la tierra, olvidad a los padres:
sus tumbas se hunden en las cenizas,
las aves negras, el viento, cubren sus corazones.


Salvatore Quasimodo, Italia, 1901-1968
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: Basílica de Sant'Ambrogio, Milán, 1943. 
[Public domain photo]


Uomo del mio tempo

Sei ancora quello della pietra e della fionda,
uomo del mio tempo. Eri nella carlinga,
con le ali maligne, le meridiane di morte,
t’ho visto – dentro il carro di fuoco, alle forche,
alle ruote di tortura. T’ho visto: eri tu,
con la tua scienza esatta persuasa allo sterminio,
senza amore, senza Cristo. Hai ucciso ancora,
come sempre, come uccisero i padri, come uccisero
gli animali che ti videro per la prima volta.
E questo sangue odora come nel giorno
Quando il fratello disse all’altro fratello:
«Andiamo ai campi». E quell’eco fredda, tenace,
è giunta fino a te, dentro la tua giornata.
Dimenticate, o figli, le nuvole di sangue
Salite dalla terra, dimenticate i padri:
le loro tombe affondano nella cenere,
gli uccelli neri, il vento, coprono il loro cuore.


sábado, 7 de enero de 2012

Claudio Piermarini




                                      
                                                        para un turro que conozco

El vendrá,
siempre,
como la noche.
Con sus largos dedos blancos
de frío papel glasé,
su sonrisa narcicista
y su carnet del diablo.
El vendrá sin duda.
Vos sos su droga.



No hay pastillas
contra el fantasma de una mujer,
que vuelve cada noche como una loba
a arrancarte jirones de su piel
tatuada en tus entrañas.

Claudio Piermarini, Buenos Aires, 1956
reside actualmente en Tucumán
imagen: s/d


jueves, 5 de enero de 2012

Hans Magnus Enzensberger // de "El hundimiento del Titanic"





Hay alguien que escucha muy cerca de aquí,
espera, retiene el aliento.
Dice: Es mi voz la que habla.

Nunca más, dice él,
va a estar todo tan tranquilo,
tan seco y cálido como ahora.

Se escucha a sí mismo
en su cabeza burbujeante.
Dice: No hay nadie más

aquí. Esta tiene que ser mi voz.
Espero, retengo el aliento,
escucho. El rumor distante

en mis oídos, antena
de carnes suaves, no significa nada.
Es tan sólo el latido

de la sangre en las venas.
He esperado mucho tiempo
con el aliento retenido.

Rumor blanco en los auriculares
de mi máquina del tiempo.
Sordo zumbido cósmico.

Ni un sonido, ninguna llamada de auxilio.
La radio permanece muda.
O éste es el fin,

me digo, o es que
ni siquiera hemos comenzado.
¡Aquí, sí! ¡Ahora!

Se oye un rasguido, un crujir, algo
que se desgarra. Aquí está. Una uña helada
que araña la puerta y se queda quieta.

Algo cruje.
Un lienzo largo e interminable,
una inmaculada tela blanca

que se desgarra, lentamente al principio
y luego más y más de prisa,
se rasga en dos pedazos con un silbido.

Esto es el principio.
¡Escuchad! ¿No lo oís?
¡Agarraos bien!

Y regresa el silencio.
Sólo se oye un sutil tintineo
en los aparadores,

el temblor del cristal,
más y más tenue
hasta desaparecer.

¿Quieres decir que
eso fue todo?
Sí. Todo pasó.

Eso fue sólo el principio.
El principio del fin
es siempre discreto.

A bordo son ahora
las once cuarenta. Hay una grieta
de doscientos metros

en el casco de acero,
bajo la línea de flotación,
abierta por un cuchillo gigantesco.

El agua corre
hacia las escotillas.
Emergiendo treinta metros,

el iceberg pasa silencioso,
se desliza junto al barco resplandeciente,
y se pierde en la oscuridad.



El iceberg avanza hacia nosotros
inexorablemente.
Vedlo cómo se suelta
del frente del glaciar,
de los pies del glaciar.
Sí, es blanco,
se mueve,
sí, es más grande
que todo cuanto avanza
en el mar,
en el aire
o la tierra.

Sueños mortales
que una larga caravana
de icebergs atraviesa.
«A doscientos cincuenta pies de altura
sobre el nivel del mar,
destellan sus colores
que son maravillosos
y totalmente diáfanos.»
«Como si fuese un sol
multiplicado
sobre las celosías de cientos de palacios.»

Mejor es no pensar en lo que pesa
un iceberg.
Cuantos lo han visto
no olvidarán jamás tal espectáculo
aunque vivan cien años.
«Ese espectáculo aguza la imaginación
pero llena el corazón
de un sentimiento de involuntario horror.»

El iceberg carece de futuro.
Flota a la deriva.
No podemos hacer uso de él.
Existe, sin duda.
No tiene valor.
La confortabilidad
no es su fuerte.
Es mayor que nosotros.
Siempre y únicamente
vemos su cima.

Es efímero.
No se preocupa.
Nunca progresa,
pero «cuando, parecido
a una inmensa mesa
de mármol blanco,
veteado de azules,
se mueve de improviso y quiebra lo profundo,
todo el mar se estremece.»

En nada nos concierne,
sigue su ruta monocorde,
no necesita nada,
no se reproduce,
y se derrite.
No deja huellas.
Se disipa perfectamente.
Sí, esa es la palabra:
perfectamente.



Tomad lo que os han quitado,
tomad a la fuerza lo que siempre ha sido vuestro,
gritó, congelándose en su ajustada chaqueta,
su pelo ondeando bajo el pescante,
soy uno de vosotros, gritó,
¿qué esperáis? Este es el momento,
echad abajo las barandas,
tirad a esos degenerados por la borda
con todos sus baúles, perros, lacayos,
mujeres, y hasta niños,
usad la fuerza bruta, los cuchillos, las manos.
Y les mostró el cuchillo,
y les mostró las manos desnudas.

Pero los pasajeros del entrepuente,
emigrantes, todos a oscuras,
se quitaron las gorras
y lo escucharon en silencio.

¿Cuándo tomaréis la venganza,
si no ahora? ¿O es que no podéis
soportar ver sangre?
¿Y la sangre de vuestros hijos?
¿Y la vuestra? Y se arañó la cara,
y se cortó las manos,
y les mostró la sangre.

Pero los pasajeros de entrepuente
lo escuchaban inmóviles.
No porque él no hablara lituano
(no lo hablaba), ni porque estuvieran ebrios
(hacía tiempo que habían vaciado
sus anticuadas botellas
envueltas en toscos pañuelos),
ni porque estuvieran hambrientos
(aunque estaban hambrientos):

Era otra cosa. Algo
difícil de explicar.
Entendían bien
lo que él decía, pero no lo
entendían a él. Sus frases
no eran las frases de ellos. Golpeados
por otros miedos y otras esperanzas,
aguardaban allí pacientemente
con sus bolsos, sus rosarios,
sus raquíticos hijos, recostados
en las barandas, dejaron
pasar a otros, prestándole atención
respetuosamente,
y esperaron hasta que se ahogaron.


H. Magnus Enzensberger, Alemania, 1929
de El hundimiento del Titanic [der Untergang der Titanic]
traducción de Heberto Padilla con la colaboración de
Hans Magnus Enzensberger y Michael Faber–Kaiser
imagen: de Wreck and Sinking of the Titanic, editado por Marshall Everett (1912).

[Public domain image]

El Editor recomienda la versión completa de El hundimiento del Titanic, en http://www.bsolot.info/wp-content/uploads/2011/02/Enzensberger_Hans_Magnus-El_hundimiento_del_Titanic.pdf



martes, 3 de enero de 2012

Giacomo Leopardi





Siempre amé esta colina yerma
y este seto que gran parte
del último horizonte oculta de la vista.
Pero, sentado y mirando, inmensos
espacios al otro lado de él, y silencios
sobrehumanos, y una hondísima calma
imagina mi fantasía; entonces mi corazón
por poco se estremece. Y al oír el viento
susurrar entre las plantas,
ese infinito silencio con esta voz
comparo: y me viene a la mente lo eterno,
y las estaciones muertas, y la presente
y viva, y sus sonidos. Así, en esta
inmensidad se ahoga mi pensamiento:
y el naufragio me es dulce en este mar.


Giacomo Leopardi, Italia, 1798-1837
Versión © Gerardo Gambolini
imagen:  Leopardi, óleo de A. Ferrazzi (1820)
Public domain image


L’infinito 


Sempre caro mi fu quest’ermo colle
E questa siepe, che da tanta parte
Dell’ultimo orizzonte il guardo esclude.
Ma sedento e mirando, interminati
Spazi di là da quella, e sovrumani
Silenzi, e profondissima quiette
Io nel pensier mi fingo; ove per poco
Il cor non si spaura. E come il vento
Odo stormir tra queste piante, io quello
Infinito silenzio a questa voce
Vo comparando: e mi sovvien l’eterno,
E le morte stagioni, e la presente
E viva, e il suon di lei. Cosí tra questa
Inmensità s’annega il pensier mio:
E il naufragar m’è dolce in questo mare.



viernes, 30 de diciembre de 2011

Carlos Drummond de Andrade





El último día del año
no es el último día del tiempo.
Otros días vendrán
y nuevos muslos y vientres te comunicarán el calor de la vida.
Besarás bocas, rasgarás papeles,
harás viajes y tantas celebraciones
de aniversario, graduación, promoción, gloria,
dulce muerte con sinfonía y coral,
que el tiempo quedará repleto y no oirás el clamor,
los irreparables aullidos
del lobo, en la soledad.

El último día del tiempo
no es el último día de todo.
Queda siempre una franja de vida
donde se sientan dos hombres.
Un hombre y su contrario,
una mujer y su pie,
un cuerpo y su memoria,
un ojo y su brillo,
una voz y su eco,
y quien sabe si hasta Dios…

Recibe con simplicidad este presente del acaso.
Mereciste vivir un año más.
Desearías vivir siempre y agotar la borra de los siglos.
Tu padre murió, tu abuelo también.
En ti mismo mucha cosa ya expiró, otras acechan la muerte,
pero estás vivo. Una vez más estás vivo.
Y con la copa en la mano
esperas amanecer.

El recurso de embriagarse.
El recurso de la danza y del grito,
el recurso de la pelota de colores,
el recurso de Kant y de la poesía,
todos ellos… y ninguno resuelve nada.

Surge la mañana de un nuevo año.

Las cosas están limpias, ordenadas.
El cuerpo gastado se renueva en espuma.
Todos los sentidos alerta funcionan.
La boca está comiendo vida.
La boca está atascada de vida.
La vida escurre de la boca,
mancha las manos, la vereda.
La vida es gorda, oleosa, mortal, subrepticia.

Carlos Drummond de Andrade
Versión de Rodolfo Alonso
imagen: Broken glass, óleo de Todd Ford (2008-9) 


Passagem do ano

O último dia do ano
não é o último dia do tempo.
Outros dias virão
e novas coxas e ventre te comunicarão o calor da vida.
Beijarás bocas, rasgarás papéis,
farás viagens e tantas celebrações
de aniversário, formatura, promoção, glória, 
doce morte com sinfonia e coral,
que o tempo ficará repleto e não ouvirás o clamor,
os irreparáveis uivos
do lobo, na solidão.

O último dia do tempo
não é o último dia de tudo.
Fica sempre uma franja de vida
onde se sentam dois homens.
Um homem e seu contrário,
uma mulher e sua memória,
um olho e seu brilho,
uma voz e seu eco,
e quem sabe até se Deus...

Recebe com simplicidade este presente do acaso.
Mereceste viver mais um ano.
Desejarias viver sempre e esgotar a borra dos séculos.
Teu pai morreu, teu avô também.
Em ti mesmo muita coisa já expirou, outras espreitam a morte,
mas estás vivo.Ainda uma vez estás vivo,
e de copo na mão
esperas amanhecer.

O recurso de se embriagar.
O recurso da dança e do grito,
o recurso da bola colorida,
o recurso de Kant e da poesia,
todos eles...e nenhum resolve.

Surge a manhã de um novo ano.

As coisas estão limpas, ordenadas.
O corpo gasto renova-se em espuma.
Todos os sentidos alerta funcionam.
A boca está comendo vida.
A boca está emtupida de vida.
A vida escorre da boca,
lambuza as mãos, a calçada.
A vida é gorda, oleosa,mortal,sub-reptícia.



miércoles, 28 de diciembre de 2011

Edgar Allan Poe // El cuervo





Cierta vez que promediaba triste noche, yo evocaba,
Fatigado, en viejos libros, las leyendas de otra edad.
Yo cejaba, dormitando; cuando allá, con toque blando,
Con un roce incierto, débil, a mi puerta oí llamar.
«A mi puerta un visitante —murmuré— siento llamar:
Eso es todo, y nada más.»

¡Ah, es fatal que lo remembre! fué en un tétrico Diciembre;
Rojo espectro enviaba al suelo cada brasa del hogar.
Yo, leyendo, combatía mi mortal melancolía
Por la virgen clara y única que ya en vano he de nombrar,
La que se oye «Leonora» por los ángeles nombrar,
            Ah! por ellos, nada más!

Y al rumor, vago, afelpado, del purpúreo cortinado,
De fantásticos terrores sentí el alma rebosar.
Mas, mi angustia reprimiendo, confortéme repitiendo:
«Es sin duda un visitante quien, llamando, busca entrar;
Un tardío visitante que a mi cuarto busca entrar;
            Eso es todo, y nada más.»

Vuelto en mí, no más vacilo; y en voz alta, ya tranquilo:
«Caballero —dije— o dama, mi retardo perdonad;
Pero, de hecho, dormitaba, y a mi puerta se llamaba
Con tan fino miramiento, noble y tímido a la par,
Que aun dudaba si era un golpe» —dije; abrí de par en par:
            Sombras fuera, y nada más.

Largo tiempo, ante la sombra, duda el ánima y se asombra,
Y medita, y sueña sueños que jamás osó un mortal.
Todo calla, taciturno; todo abísmase, nocturno.
Pude allí quizás un nombre: «Leonora», murmurar,
Y, en retorno, supo el eco: «Leonora» murmurar;
            Esto solo, y nada más.

A mi cuarto volví luego. Mas, el alma toda en fuego,
Sentí un golpe, ya más fuerte, batir claro en ventanal.
«De seguro, de seguro —dije— hay algo, allí en lo oscuro,
que ha tocado a mi persiana. Y el enigma aclare ya: —
Corazón, quieto un instante! y el enigma aclare ya: —
            Es el viento, y nada más.»

Dejo francos los batientes, y, batiendo alas crujientes,
Entra un cuervo majestuoso de la sacra, antigua edad.
Ni aun de paso me saluda, ni detiénese, ni duda;
Pero a un busto que en lo alto de mi puerta, fijo está,
Sobre aquel busto de Palas que en mi puerta fijo está,
            Va y se posa, y nada más.

Frente al ave, calva y negra, mi triste ánimo se alegra,
Sonreído ante su porte, su decoro y gravedad.
«No eres —dije— algún menguado cuervo antiguo que has dejado
Las riberas de la Noche, fantasmal y señorial!
En plutónicas riberas, ¿cuál tu nombre señorial?»
            Dijo el Cuervo: «Nunca más».
           
Me admiró, por cierto, mucho, que así hablara el avechucho.
No era aguda la respuesta, ni el sentido muy cabal:
Pero en fin, pensar es llano que jamás viviente humano
Vio, por gracia, a bestia o pájaro, quieto allá en el cabezal
De su puerta, sobre un busto que adornara el cabezal,
            Con tal nombre: «Nunca más».

Pero, inmóvil, sobre el busto venerable, el Cuervo adusto
Supo sólo en esa frase, su alma obscura derramar.
Y no dijo más, en suma, ni movió una sola pluma.
Y yo, al fin: «Cual muchos otros, también me dejarás.
Perdí amigos y esperanzas: también me dejarás.»
            Dijo el Cuervo: «Nunca más».

Conturbado al oír esta cabalísima respuesta:
«Aprendió —pensé— las sílabas que repite sin cesar,
De algún amo miserable que el desastre inexorable
Persiguió ya tanto, tanto, que por treno funeral,
Por responso a sus ensueños, su estribillo funeral
            Era: ‘¡Nunca, nunca más!’ ».

Y, del Cuervo reverendo, mi tristeza aun sonriendo,
Ante puerta y busto y pájaro rodé luego a mi sitial;
Y, al amor del terciopelo, fue enlazando mi deesvelo
Mil ficciones, indagando qué buscaba, inmemorial,
Aquel flaco, torpe, lúgubre, rancio cuervo inmemorial
            con su eterno «Nunca más».

Mudo ahora, esto inquiría; mudo ante él, porque sentía
Que hasta lo íntimo del pecho me abrasaba su mirar;
Esto y más fuí meditando, reposándome en lo blando
Del cojín violeta obscuro que ya nunca oprimirás,
El cojín —junto a mi lámpara— que ya nunca oprimirás,
            Oh, Leonora: ¡nunca más!

Y ensoñé que en el ambiente columpiaban dulcemente,
Emisarios invisibles, incensario inmaterial.
Y exclamé: «¡Triste alma mía: por sus ángeles te envía
El Señor, tregua y nepente con que al fin olvidarás!
¡Bebe, oh, bebe ese nepente, y a Leonora olvidarás!»
            Dijo el Cuervo: «Nunca más».

«¡Ya te enviara aquí el Maldito, ya, indomable aunque proscrito,
Oh profeta o ave o diablo —dije—, Espíritu del mal —
A este páramo embrujado y a este hogar de horror colmado
Te empujara la tormenta: dime, oh, dime con verdad:
En Galaad, ¿existe un bálsamo? Dime! Imploro la verdad!»
            Dijo el Cuervo: «Nunca más».

«Por el Cielo que miramos, por el Dios en que adoramos,
Oh profeta, ave o demonio —dije—, Espíritu del mal:
Di si esta alma dolorida podrá nunca, en otra vida,
Abrazar a la áurea virgen que aquí en vano ha de nombrar!
¡La que se oye ‘Leonora’ por los ángeles nombrar!»
            Dijo el Cuervo: «Nunca más».

«¡Partirás, pues has mentido, o ave o diablo!» clamé, erguido.
«¡Ve a tu Noche plutoniana! ¡goza allí la Tempestad!
¡Ni una pluma aquí, sombría, me recuerde tu falsía!
¡Abandona ya ese busto! ¡deja mi alma en soledad!
¡Quita el pico de mi pecho! ¡deja mi alma en soledad!»
            Dijo el Cuervo: «Nunca más».

Y aun el Cuervo, inmóvil, calla: quieto se halla, mudo se halla
En tu busto, oh Palas pálida que en mi puerta fija estás;
Y en sus ojos, torvo abismo, sueña, sueña el diablo mismo,
Y mi lumbre arroja al suelo su ancha sombra pertinaz,
Y mi alma, de esa sombra que allí tiembla, pertinaz,
            No ha de alzarse, ¡nunca más!

Edgar A. Poe, Estados Unidos, 1809–1849
versión de Carlos Obligado
de Los poemas de Edgar Poe, Tercera Edición, Espasa-Calpe Argentina, 1944
imagen: ilustración de El Cuervo (1912), por Edmund Dulac.
Image in the public domain


lunes, 26 de diciembre de 2011

Eugenio Montejo




Regreso

Un instante la silla ha regresado
a su lejano árbol
con sus verdes tatuajes ya secos.

Sus pájaros están dispersos, muertos,
y la manada del rugoso cuero
yace plegada bajo las tachuelas.

Ya no hay más que silencio nivelado
bajo la sombra de un follaje extinto
donde se curte todo su misterio.

Fiel a sus tablas, sólo da reposo,
cuando en tardes la hemos recostado
a la pared, ahogando una memoria
de días que crecieron como un árbol
y la vida tronchó por cosa muerta,
claveteada con viejos pensamientos.


Eugenio Montejo, Caracas, Venezuela, 1938 – Valencia, España, 2008
imagen: Silla vacía, foto de Saul Landell



Uccello, hoy 6 de agosto

En el cuadro de Uccello hay un caballo
que estuvo en Hiroshima.
Nadie lo ve cuando se ausenta,
cuando sus ojos beben sombra
sobre los cascos que se pulverizan.

Uccello dejó un mapa de la guerra
arcaico, con armas inocentes.
No dibujaba aviones ni torpedos,
desconocía los submarinos,
su muerte iba del gris al rojo, al verde.

Sólo el caballo en este 6 de agosto
está herrado con viejas cicatrices,
sólo sus patas llevan en la noche
a la desolación del exterminio.

Es un caballo torvo, atado a un árbol,
siempre listo en su silla,
Uccello lo cubrió con capas de pintura,
lo borró de su siglo,
y hoy aguarda en el fondo de la cuadra
con los jinetes del Apocalipsis.


Eugenio Montejo, Caracas, Venezuela, 1938 – Valencia, España, 2008


viernes, 23 de diciembre de 2011

Ricardo Güiraldes




Viajar

Asimilar horizontes. ¿Qué importa si el mundo
es plano o redondo?
Imaginarse como disgregado en la atmósfera,
que lo abraza todo.
Crear visiones de lugares venideros y saber
que siempre serán lejanos,
inalcanzables como todo ideal.
Huir lo viejo.
Mirar el filo que corta una agua espumosa
y pesada.
Arrancarse de lo conocido.
Beber lo que viene.
Tener alma de proa.



Ricardo Güiraldes, Buenos Aires, 1886 – París, 1927 
imagen: blogmuseoguiraldes.com.ar



Tengo miedo de mirar mi dolor

Tengo miedo de mirar mi dolor.
No vaya a ser que me quede demasiado grande.
Prefiero calzar mi debe como una valentía de espuelas
e hincando mi pereza, que quisiera morir
cobardemente, andar con frente firme ante la
pampa yerma del dolor de los otros.
Sólo así quiero merecer.


Ricardo Güiraldes, Buenos Aires, 1886 – París, 1927