lunes, 30 de abril de 2012

Rodolfo Modern




Gramática

Declinación del sustantivo de los días
las ramas se doblan al peso de la luna
la almohada recibe una cabeza que se fatigó
el movimiento de las calles expira
en la sustitución de sombras
un viento fuerte somete las espigas del orgullo
y tampoco hay humildad en la estrella
que se disuelve siglo a siglo
la siesta del fauno acaba
acabó en rigor hace muchísimos años
y oscilan las torres de las catedrales
el diálogo se anima pero hacia adentro
en parejas que recordaron sus bodas de oro
y restan pocas claridades.

Las canas son proposiciones indirectas
y los ocasos se convierten en adverbios de modo.

Rodolfo Modern, Buenos Aires, 1922
imagen: Buenos Aires en Invierno




Entre nosotros
ya no hay nada
sólo acostumbramientos
sustituibles
así peinabas tu pelo negro
así llamabas a la mesa
así nos besábamos
los días nos rodeaban
verdes o como canteros
florecidos
eran un hundimiento nuevo
un nacimiento
la memoria se enturbió
por la constante lluvia
a nosotros
nos unen
las voces olvidadas.

Rodolfo Modern, Buenos Aires, 1922



miércoles, 25 de abril de 2012

T. S. Eliot






            El señó Kurtz — muerto

            Un penique para el viejo Guy


I

Somos los hombres huecos
Somos los hombres rellenos
Inclinados juntos
Rellena de paja la cabeza. ¡Ay!
Nuestras voces desecadas, cuando
Susurramos juntos
Son silenciosas y sin sentido
Como el viento en el pasto seco
O las patas de ratas sobre el vidrio roto
De nuestro sótano seco

Figura sin forma, sombra sin color,
Fuerza paralizada, gesto sin movimiento;

Aquellos que han cruzado
Con mirada frontal hasta el otro Reino de la muerte
Nos recuerdan —si lo hacen— no como violentas
Almas perdidas, sino sólo
Como los hombres huecos
Los hombres rellenos.


II

Ojos que no me animo a enfrentar en sueños
En el reino de sueño de la muerte
Esos no aparecen:
Allí los ojos son
La luz del sol en una columna rota
Allí hay un árbol que se mece
Y las voces
En el canto del viento
Son más lejanas y solemnes
Que una estrella desvaneciente.

Que yo no me acerque más
En el reino de sueño de la muerte
Que use yo también
Esos disfraces deliberados
Piel de rata, piel de cuervo, palos cruzados
En un campo
Portándome como se porta el viento
No me acerque más —

No ese encuentro final
En el reino en penumbras


III

Esta es la tierra muerta
Esta es la tierra del cactus
Aquí se levantan las imágenes
de piedra, aquí reciben
La súplica de la mano de un muerto
Bajo el parpadeo de una estrella desvaneciente.

Es así
En el otro reino de la muerte
Despertando solos
A la hora en que estamos
Temblando de ternura
Labios que besarían
Forjan rezos para la piedra rota.


V

Los ojos no están aquí
No hay ojos aquí
En este valle de estrellas murientes
En este valle hueco
Esta mandíbula rota de nuestros reinos perdidos

En este último de los lugares de encuentro
Vamos a tientas juntos
Y evitamos hablar
Reunidos en esta playa del río crecido

Ciegos, a menos
Que los ojos reaparezcan
Como la estrella perpetua
La rosa multifoliada
Del reino en penumbras de la muerte
La esperanza solamente
De hombres vacíos.


V

Aquí damos vueltas al nopal
Al nopal, al nopal
Aquí damos vueltas al nopal
A las cinco de la mañana.

Entre la idea
Y la realidad
Entre el movimiento
Y el acto
Cae la Sombra

                        Porque Tuyo es el Reino

Entre la concepción
Y la creación
Entre la emoción
Y la respuesta
Cae la Sombra

                        La vida es muy larga

Entre el deseo
Y el espasmo
Entre la potencia
Y la existencia
Entre la esencia
Y el descenso
Cae la Sombra

                        Porque Tuyo es el Reino

Porque Tuyo es
La vida es
Porque Tuyo es el

Así es como acaba el mundo
Así es como acaba el mundo
Así es como acaba el mundo
No con una explosión sino un gimoteo.


Thomas Stearn Eliot, St. Louis, Missouri, 1888 - Londres, 1965
versión © Gerardo Gambolini
imagen: s/d


The Hollow Men

Mistah Kurtz—he dead

            A penny for the Old Guy

I

We are the hollow men
We are the stuffed men
Leaning together
Headpiece filled with straw. Alas!
Our dried voices, when
We whisper together
Are quiet and meaningless
As wind in dry grass
Or rats’ feet over broken glass
In our dry cellar

Shape without form, shade without colour,
Paralysed force, gesture without motion;

Those who have crossed
With direct eyes, to death’s other Kingdom
Remember us —if at all— not as lost
Violent souls, but only
As the hollow men
The stuffed men.

II

Eyes I dare not meet in dreams
In death’s dream kingdom
These do not appear:
There, the eyes are
Sunlight on a broken column
There, is a tree swinging
And voices are
In the wind’s singing
More distant and more solemn
Than a fading star.

Let me be no nearer
In death’s dream kingdom
Let me also wear
Such deliberate disguises
Rat’s coat, crowskin, crossed staves
In a field
Behaving as the wind behaves
No nearer —

Not that final meeting
In the twilight kingdom

III

This is the dead land
This is cactus land
Here the stone images
Are raised, here they receive
The supplication of a dead man’s hand
Under the twinkle of a fading star.

Is it like this
In death’s other kingdom
Waking alone
At the hour when we are
Trembling with tenderness
Lips that would kiss
Form prayers to broken stone.

IV

The eyes are not here
There are no eyes here
In this valley of dying stars
In this hollow valley
This broken jaw of our lost kingdoms

In this last of meeting places
We grope together
And avoid speech
Gathered on this beach of the tumid river

Sightless, unless
The eyes reappear
As the perpetual star
Multifoliate rose
Of death’s twilight kingdom
The hope only
Of empty men.

V

Here we go round the prickly pear
Prickly pear prickly pear
Here we go round the prickly pear
At five o’clock in the morning.

Between the idea
And the reality
Between the motion
And the act
Falls the Shadow
                                For Thine is the Kingdom

Between the conception
And the creation
Between the emotion
And the response
Falls the Shadow
                                Life is very long

Between the desire
And the spasm
Between the potency
And the existence
Between the essence
And the descent
Falls the Shadow
                                For Thine is the Kingdom

For Thine is
Life is
For Thine is the

This is the way the world ends
This is the way the world ends
This is the way the world ends
Not with a bang but a whimper.


domingo, 15 de abril de 2012

Edgar Lee Masters




Silencio

He conocido el silencio de las estrellas y el mar
y el silencio de la ciudad cuando descansa
y el silencio de un hombre y una joven
y el silencio para el que sólo la música encuentra la palabra
y el silencio del bosque antes de que empiecen los vientos de primavera
y el silencio de los enfermos
cuando su mirada vaga por el cuarto.
Y me pregunto, ¿de qué sirve el lenguaje
para las profundidades?
Los animales del campo gimen varias veces
cuando la muerte se lleva sus crías.
Y nosotros enmudecemos delante de realidades —
no podemos hablar.

Un niño curioso pregunta a un soldado viejo
sentado en la puerta de la despensa,
“¿Cómo perdió la pierna?”
Y el viejo soldado se queda en silencio,
o su mente echa a volar
porque no puede concentrarse en Gettysburg.
Regresa jocosamente
y dice, “Me la arrancó un oso”.
Y el niño se asombra, mientras el viejo soldado,
en silencio, revive débilmente
los fogonazos de las armas, el estruendo de los cañones,
los gritos de los caídos —
y él mismo tendido en el suelo,
los cirujanos del hospital, los cuchillos
y los largos días en cama.
Pero si pudiera describirlo todo
sería un artista.
Pero si fuera un artista habría heridas más profundas
que no podría describir.

Existe el silencio de un gran odio
y el silencio de un gran amor,
y el silencio de una amistad agriada.
Existe el silencio de una crisis espiritual
por la que el alma, exquisitamente torturada,
descubre visiones que no cuadran
con un reino de vida superior.
Y el silencio de los dioses que se entienden sin hablar,
existe el silencio de la derrota.
Existe el silencio de los castigados injustamente
y el silencio del moribundo cuya mano
aprieta de golpe la nuestra.
Existe el silencio entre padre e hijo,
cuando el padre no puede explicar su vida
aun si es malentendido por eso.

Existe el silencio que surge entre los esposos.
Existe el silencio de aquellos que fracasaron,
y el vasto silencio que cubre
a naciones arruinadas y líderes vencidos.
Existe el silencio de Lincoln
pensando en la pobreza de su juventud.
Y el silencio de Napoleón
después de Waterloo.
Y el silencio de Juana de Arco
diciendo entre las llamas, “Bendito Jesús” —
revelando en dos palabras todos los dolores, todas las esperanzas.
Y está el silencio de la edad,
demasiado lleno de sabiduría para que la lengua lo exprese
en palabras entendibles para quienes no han hecho
el largo recorrido de la vida.

Y está el silencio de los muertos.
Si nosotros que estamos en la vida no podemos hablar
de las experiencias profundas,
¿por qué nos asombra que los muertos
no nos cuenten de la muerte?
Su silencio será interpretado
al acercarnos a ellos.


Edgar Lee Masters, EE.UU., 1868-1950
de Songs and Satires (1916)
Versión © Gerardo Gambolini


Silence

I have known the silence of the stars and of the sea,
And the silence of the city when it pauses,
And the silence of a man and a maid,
And the silence for which music alone finds the word,
And the silence of the woods before the winds of spring begin,
And the silence of the sick
When their eyes roam about the room.
And I ask: For the depths
Of what use is language?
A beast of the field moans a few times
When death takes its young.
And we are voiceless in the presence of realities —
We cannot speak.

A curious boy asks an old soldier
Sitting in front of the grocery store,
“How did you lose your leg?”
And the old soldier is struck with silence,
Or his mind flies away
Because he cannot concentrate it on Gettysburg,
It comes back jocosely
And he says, “A bear bit it off.”
And the boy wonders, while the old soldier
Dumbly, feebly lives over
The flashes of guns, the thunder of cannon,
The shrieks of the slain,
And himself lying on the ground,
And the hospital surgeons, the knives,
And the long days in bed.
But if he could describe it all
He would be an artist.
But if he were an artist there would be deeper wounds
Which he could not describe.

There is the silence of a great hatred,
And the silence of a great love,
And the silence of an embittered friendship.
There is the silence of a spiritual crisis,
Through which your soul, exquisitely tortured,
Comes with visions not to be uttered
Into a realm of higher life.
There is the silence of defeat.
There is the silence of those unjustly punished
And the silence of the dying whose hand
Suddenly grips yours.
There is the silence between father and son,
When the father cannot explain his life,
Even though he be misunderstood for it.

There is the silence that comes between husband and wife.
There is the silence of those who have failed;
And the vast silence that covers
Broken nations and vanquished leaders.
There is the silence of Lincoln,
Thinking of the poverty of his youth.
And the silence of Napoleon
After Waterloo.
And the silence of Jeanne d’Arc
Saying amid the flames, “Blessed Jesus” —
Revealing in two words all sorrows, all hope.
And there is the silence of age,
Too full of wisdom for the tongue to utter it
In words intelligible to those who have not lived
The great range of life.

And there is the silence of the dead.
If we who are in life cannot speak
Of profound experiences,
Why do you marvel that the dead
Do not tell you of death?
Their silence shall be interpreted
As we approach them.


viernes, 6 de abril de 2012

Ronald Stuart Thomas




Los invictos

El valor dará paso
a la desesperación y la desesperación
al sufrimiento, y el sufrimiento
acabará en la muerte. Pero tú,
que no eres libre de elegir
tu sufrimiento, puedes elegir
tu respuesta. He conocido
granjeros, nacidos a los males
de su especie, desgastados
a la intemperie, que se ahogaban
en sus propias flemas; habían gastado cuanto
tenían para comprar a su hijo tísico
la profesión que su cuerpo
no podía soportar. Vivían
con orgullo, contemplando cómo el espíritu,
labrado en diamante, se deshacía
en la pequeña piedra seca, dura
y redonda con la que se ahoga
la humanidad. Morían con
valor, bajo el martilleo de la lluvia
sobre el tejado, sin una sola queja.


Ronald Stuart Thomas, Cardiff, Gales, 1913-2000
Traducción de Misael Ruiz Albarracín
imagen tomada de http://www.thetweedpig.com


Encorvados

La cabeza inclinada
    sobre las entrañas,
sobre el manuscrito, sobre el
bloque, sobre las hileras
        de nabos.

¿No levantan nunca la vista?
    ¿Qué les hace pensar
que arrodillarse
    es rezar?
Se trata de andar erguidos
        al sol.
¿Fue el peso de la mandíbula
    lo que encorvó sus espaldas
y mantuvo su visión
    por debajo de la línea del horizonte?

Tardaron dos millones de años
en enderezarlas,
    pero siguen encorvados
sobre los mapas, los instrumentos,
        la mesa de dibujo,
el ombligo matemático
    que es el guiño de Dios.


Ronald Stuart Thomas, Cardiff, Gales, 1913-2000
Traducción de Misael Ruiz Albarracín



He visto salir el sol
para iluminar un pequeño campo
durante un tiempo, y seguí mi camino
y lo olvidé. Pero esa era la perla
de gran valor, el único campo que contenía
un tesoro. Ahora me doy cuenta
de que debo dar todo lo que tengo
para poseerlo. La vida no corre

hacia un futuro que se evapora, ni anhela
un pasado imaginado. Es el desvío,
como Moisés ante el milagro
del arbusto encendido, hacia un brillo
que parecía tan pasajero como tu juventud
una vez, pero es la eternidad que te aguarda.


Ronald Stuart Thomas, Cardiff, Gales, 1913-2000 
Versión © Gerardo Gambolini



lunes, 2 de abril de 2012

Horacio Preler




Un día de camino

Un día de camino separa la polis del imperio.
No se puede sacrificar una costumbre heroica
hacia la libertad ni el ser del ciudadano
que discute en el ágora,
el que discierne entre el triunfo o la derrota.
“Ahora que dominamos el mundo,
que hemos dado muestras de coraje,
que hemos demostrado al medo
que no pueden imponernos sus dioses;
ahora que nuestras naves son impulsadas
por un viento triunfal
y nuestra fuerza es la fuerza del orden
y no del atropello,
ponemos el orbe bajo el dominio de Atenas.
¿Serán todos invitados a la Asamblea?
¿Serán todas las rocas altas como la Acrópolis?
El imperio: el sueño del heleno.
Pero nadie puede venir desde tan lejos
a poner orden o siquiera pedir la palabra.
Hay un tiempo para cumplir
y una distancia inconmovible.”
Un día de camino separa la polis del imperio.


Horacio Preler, Buenos Aires, 1929
imagen: s/d



¿Cuál es el tiempo que nos mueve a vagar por la memoria
o creer que las palabras pueden llenar un espacio
que nuestra vida esquiva? No hay ilusiones.
El tiempo ha terminado y ahora comienza
la lenta despedida, el acometimiento de la espera,
la redención de todos los pecados.
No hay elección, las alternativas han muerto
y sólo variados recursos nos permiten enfrentar
a las sombras. Ni pesimismo ni locura
ni gestos de tristeza, es el sencillo acontecer
de las cosas. Nosotros, como objetos caducos,
vamos minando nuestra propia historia,
desfilamos como en un escenario aprendiendo
cada día el papel, representando con soltura
la alegría y la miseria del personaje absurdo
que escogimos. Quizá haya un nuevo gesto,
alguna nueva artimaña de actor con experiencia
que conoce la reacción del público. No hay mucho
que ofrecer pero hasta el final la actuación
tiene que ser heroica, ocultar que tras las lágrimas
hay otras lágrimas verdaderas, hay otra angustia,
hay una muerte real.


Horacio Preler, Buenos Aires, 1929



Alguien alguna vez hará el inventario de las cosas,
levantará papeles, abrirá los cajones de un escritorio
antiguo, revisará bibliotecas, estanterías,
muebles, aparatos usados, buscando explicación
a tanta fantasía.
Nada perdurará para dar testimonio.
Uno se lleva todo. Sus historias,
la clave de sus miedos, la lóbrega codicia,
la indiferencia, el odio,
los almanaques viejos.
Entonces encontrarán escobas en todos los rincones,
trapos de piso, humedad,
los restos de comida que han quedado en el plato.


Horacio Preler, Buenos Aires, 1929



jueves, 29 de marzo de 2012

Hans Magnus Enzensberger



Canto VI


Inmóvil, observo este cuarto desnudo, en Alemania,
el alto cielo raso, antaño blanco,
el hollín que cae sobre la mesa en flecos diminutos;
y mientras la ciudad que me rodea oscurece de prisa,
yo me entretengo en recrear un texto que tal vez no existió.
Restauro mis imágenes, yo soy mi propio falsificador.
Y me pregunto la forma que tendría el salón de fumar
a bordo del Titanic, si las mesas de juego tenían
taraceas o estaban cubiertas de paño verde.
¿Cómo era en realidad?
¿Cómo era en mi poema? ¿Estaba en mi poema?
¿Y aquel hombre delgado, distraído, aquel ser excitado
deambulando por La Habana, presa de discusiones y metáforas
y aventuras de amor interminables? ¿Era realmente yo?
No podría jurarlo. Y dentro de diez años no podré jurar
que estas mismas palabras sean las mías, escritas
en el lugar más oscuro de Europa, en Berlín, diez años atrás;
es decir, hoy, para apartar mi mente de las noticias de la noche,
de los innumerables minutos sin fin que nos esperan
y que se extienden hasta el infinito, a medida que avanza no se sabe qué fin.
Dos grados bajo cero, en la ventana todo está negro, hasta la nieve.
Me invade, no sé por qué razón, una gran calma.
Miro hacia fuera como un Dios. No hay iceberg a la vista.



Agua salada en una cancha de tenis
puede ser una terrible molestia;
sin embargo, mojarse los pies
no significa que se aproxime el fin del mundo.
Como suicidas en busca de coartada, la gente
está ávida de que llegue el final,
y así pierden el control y los nervios.
En realidad, a nadie le gusta ahogarse, y menos
a dos grados por debajo del punto de congelación.
Si a la hora de peligro, el juicio
del pasajero no es tan mesurado como uno quisiera,
¡no importa! Después de todo, aquí estoy yo temblando
en esta nave que Dios ha abandonado, aunque es cierto
que viajo en Primera Clase, saboreando
un oporto de exquisita cosecha.

Presumamos por un momento
que el Titanic está a punto de hundirse,
aunque yo, ingeniero, poco dado a la fantasía,
sostengo que tal desenlace es bastante improbable. ¿Entonces?
No hay que preocuparse mucho. Las estadísticas indican
que en un momento dado pueden zozobrar una docena
de barcos sin que a nadie le importe, porque sus
nombres son Rosalind II o Bellavista
y no Titanic. No hay que olvidar que,
en este instante, surcan los siete mares
millares de naves que llegarán puntualmente a puerto,
aunque nosotros nos ahoguemos.

Además, toda innovación conlleva una catástrofe:
nuevas herramientas, nuevas teorías, nuevas emociones;
eso es lo que se llama evolución.
Y así, aunque en nuestra discusión imaginemos
que todos los barcos se han de hundir el mismo día,
en tal caso lo único que tenemos que hacer es
presentar algo nuevo: enormes planeadores en los cielos,
ballenas amaestradas, o nubes de hierro.
De lo contrario, llevar vidas estáticas.
Hace tiempo que los árboles lo practican con éxito. Y en caso
que no surjan ideas, peor para nosotros. Después de todo,
ya se han extinguido otras formas de vida,
yo diría que en beneficio nuestro.
¿Dónde estaríamos ahora sí los reptiles alados
y los dinosaurios no se hubieran topado
con algunas complicaciones? ¿Me comprende?

De todo lo cual concluyo que no tiene sentido
un punto de vista demasiado estrecho
sobre cualquier acontecimiento que nos concierna, por ejemplo,
nuestra muerte. Claro que lo que estoy diciendo,
como ingeniero e inveterado bebedor de vino oporto,
no revela nada totalmente nuevo,
de ahí que esté a punto de hundirme.



De modo que ésta es la mesa a la que se sentaron.
Desde fuera puedes ver, a través del ojo de buey,
en el salón de fumar, a B., un emigrante de Rusia
que, gesticulando, envuelto en la niebla azul
del humo exquisito de tabacos habanos,
marca Partagás, torcidos a mano,
perfectamente feliz y abstraído,
en la mesa verde, sin prestar atención
a icebergs, diluvios o naufragios,
predica la revolución
atareado en la predicación del evangelio de la revolución
a un pequeño grupo de barberos, jugadores
y telegrafistas. Uno lo ve,
pero no puede oír lo que dice.
El grueso cristal convexo del ojo de buey,
que refleja el bronce de los herrajes,
está hecho a prueba de ruidos. Palabras inaudibles;
uno sabe lo que se proponen,
y que este hombre tiene razón, aunque sea muy tarde
para tener razón en algo.

Sin embargo, en la próxima mesa puedes ver
a otro caballero, encolerizado, molesto.
Es el dueño de una fábrica textil de Manchester que considera
repugnante toda esta tontería, está indignado,
y en tono severo expone
las ventajas de la disciplina más estricta
y las bendiciones de la autoridad, que,
según sostiene con bigote trémulo, a bordo de un barco
ha de ser absoluta y firme.
Tú, desde luego, no puedes estar
al tanto de esta discusión, porque no puedes oírla.
Pero fíjate cómo los jugadores
y los telegrafistas mueven la cabeza,
¡como si asistieran a un partido de tenis!

A todos les gustaría ser rescatados,
a todos, incluyéndote a ti. Pero,
¿no es esto pedirle demasiado a una idea?
El juego terminará con empate.
Nadie ha notado a estos dos caballeros
en uno de los botes salvavidas, nadie ha vuelto a oír
hablar de ellos jamás.
Sólo su mesa flota por ahí todavía,
una mesa vacía en el Atlántico.


Hans Magnus Enzensberger, Alemania, 1929
de El hundimiento del Titanic [der Untergang der Titanic]
traducción de Heberto Padilla con la colaboración de
Hans Magnus Enzensberger y Michael Faber–Kaiser
imagen: s/d

El Editor recomienda la versión completa de El hundimiento del Titanic, en http://www.bsolot.info/wp-content/uploads/2011/02/Enzensberger_Hans_Magnus-El_hundimiento_del_Titanic.pdf 


jueves, 22 de marzo de 2012

Jeffrey McDaniel




La biología de los números

Una vez salí con una mujer que me gustaba sólo un 43%
Así que sólo escuché el 43% de lo que dijo
Sólo dije la verdad un 43% del tiempo
Y sólo la besé con un 43% de mis labios

Algunos dicen que no puedes cuantificar el deseo,
ponerle un número a la pasión no está bien,
que el corazón humano no funciona así.
Pero para mí sí - Camino por la calle

y los números aparecen en las frentes
de la gente que miro. En los bares, es peor.
Con cada trago, los números suben
hasta que cada mujer en el antro tiene un borroso

ochenta y algo sobre sus cejas
y al día siguiente solo puedo recordar un 17 %
de lo que realmente pasó. Ése es el problema
con la bebida - te jode las matemáticas.


Jeffrey McDaniel, Estados Unidos, 1967.
Versión de Romina E. Freschi y Karina A. Macció
imagen: The California Journal of Poetics



The biology of numbers

Once I dated a woman I only liked 43%.
So I only listened to 43% of what she said.
Only told the truth 43% of the time.
And only kissed with 43% of my lips.

Some say you can't quantify desire,
attaching a number to passion isn't right,
that the human heart doesn't work like that.
But for me it does-I walk down the street

and numbers appear on the foreheads
of the people I look at. In bars, it's worse.
With each drink, the numbers go up
until every woman in the joint has a blurry

eighty something above her eyebrows,
and the next day I can only remember 17%
of what actually happened. That's the problem
with booze-it screws with your math.



El mundo silencioso

En un esfuerzo por hacer que la gente mire
más a los ojos de los otros,
y también para apaciguar a los mudos,
el gobierno ha decidido
adjudicar a cada persona exactamente ciento
sesenta y siete palabras por día.
Cuando suena el teléfono, lo pongo en mi oído
sin decir hola. En el restaurante
Señalo la sopa de fideos con pollo.
Me estoy ajustando bien a la nueva manera.
Tengo carteles para toda ocasión.
Cada mañana invento una nueva frase
Y la imprimo en una remera,
Como Los Humanos Están Llegando
O Karaoke Para Mudos.
Tarde a la noche, llamo a mi amante de larga distancia,
orgullosamente digo, Usé solo cincuenta y nueve hoy.
Guardé el resto para ti.
Cuando ella no responde
Sé que ha usado todas sus palabras
entonces murmuro despacio te amo
treinta y dos veces y un tercio
Después de eso, nos quedamos en línea
Y nos escuchamos respirar.


Jeffrey McDaniel, Estados Unidos, 1967.
Versión de Romina E. Freschi y Karina A. Macció



The quiet world

In an effort to get people to look
into each other's eyes more,
and also to appease the mutes,
the government has decided
to allot each person exactly one hundred
and sixty-seven words, per day.
When the phone rings, I put it in to my ear
Without saying hello. In the restaurant
I point at chicken noodle soup.
I am adjusting well to the new way.
I have placecards for every occasion.
Each morning, I invent a new phrase
which I print on a t-shirt,
like The Humans Are Coming
or Karaoke for Mutes

Late at night, I call my long distance lover,
proudly say I only used fifty-nine today.
I saved the rest for you.
When she doesn't respond,
I know she's used up all her words,
so I slowly whisper I love you
thirty-two and a third times.
After that, we just sit on the line
and listen to each other breathe.


sábado, 17 de marzo de 2012

Tony Curtis




La puerta del granero se cerró con un temblor
mientras ponía los pesados triángulos
de madera bajo las ruedas del tractor.
Había sido un día largo. Apoyando el hombro
contra el enorme neumático negro
resoplé mi cansancio hacia la noche.

Arrodillado, solo en la oscuridad de Dios,
pensé en la yegua gris de mi padre,
cansada y resollando, allí en el rincón,
luego de un día de arar en el campo de arriba.
Sally, la llamó. Decía que la llamó así
por su único amor, una muchacha que conoció en Doolin.

Mi madre se llamaba Margaret.

Tony Curtis, Dublin, Irlanda, 1955
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: de Wikipedia


The End of the Day

The barn door shut with a shudder
as I placed the heavy triangles
of wood under the tractor’s wheels.
It had been a long day. Leaning my
shoulder against the huge black tyre
I blew my tiredness into the night.

Kneeling, alone in God’s darkness,
I thought of my father's grey mare
tired and steaming, there in the corner,
after a day ploughing in the high field.
Sally, he called it. Said he named it
after his only love, a girl he’d met in Doolin.

My mother’s name was Margaret.



Mientras te haces
cortar el pelo
yo estoy en el fondo del salón
tomando café fuerte,
haciendo el crucigrama.
Viendo a las mujeres con las tijeras
cortar y cortar.

Hablan todo el tiempo
de las dos hermanas de Dublín
que cortaron en pedazos al amante
violento de su madre. Siete horas
para descuartizar el cuerpo.
Cinco horas para disponer
del torso, los brazos
las piernas, los pies, el pene.

Nunca hallaron la cabeza.
Pienso en ella tendida
en el fondo del canal —
Atascada debajo de la esclusa
o hundida hasta los ojos en el barro.
El pelo que es lavado
y lavado y lavado.

Tony Curtis, Dublin Irlanda, 1955
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: de Wikipedia


Scissors

While you are getting
Your hair cut
I sit in the back of the salon
Drinking strong coffee,
Doing the crossword.
Watching the women
With the scissors cut and cut.

All the while they talk
About the two Dublin sisters
Who cut up their mother’s
abusive lover. Seven hours
To dismember the body.
Five hours to dispose
Of the torso, the arms,
The legs, the feet, the penis.

They never found the head.
I think of it lying
At the bottom of the canal —
Wedged under the weir,
Or sunk up to its eyes in the mud.
The hair being washed, 
and washed, and washed.



martes, 13 de marzo de 2012

Rodolfo Hinostroza





Sí, te amo! Y cuando no te amo
vuelve otra vez el Caos.
Shakespeare


“...Cierta vez, en Aleppo,
sí, fue en Aleppo donde me desgracié con ese turco
                                                                       circunso:
le ceñí con sus propias babas, y su lengua morada
                                                   escupió las plegarias,
                                                                   y así
salvé mi vida. Esta vida que tan poco valía, y que hoy
                                                           pesa en tus manos
como un cofre de ébano. Signorina.
                                                   Aunque yo caiga
tumbado sobre un sueño de paz
roto por las matracas de la guerra, nada se habrá
                                                           perdido si es que no
                                                           te he perdido.
Aunque yo caiga sobre los amargos tablones del recuerdo,
y recoja el final de la experiencia, y encuentre que
                                                           sólo es un ave mojada,
y el término y sentido de este viaje se extravíen
            como arras oxidadas de algo que no ocurrió, nada se
                                                                 habrá perdido
si he logrado hacerme amar por ti.
“Moro! por quién has combatido”. “Moro!
Para qué has combatido”, me gritaron los jinetes ociosos
viéndome hablar contigo.  Y en verdad, Signorina,
                                                           después de este
feroz ascenso de flecha malherida, he vuelto la cabeza
por ver a quién servía, y no he encontrado a nadie.
                                                           Pero los tuyos
escupen a escondidas cuando paso, y los míos me
                                                           niegan, y ese callado
impulso de grandeza que me arrancó de esclavos y galeras
ha cesado, y es como si de pronto, en la alta noche
el rumor del mar cesara, despertándonos,
y el helado temor y la premonición trepasen la
                                                           garganta como arañas.
Hacia Chipre, una vez,
un insolente rubio me dijo que yo apestaba a rata. No
                                                           pude sino herirlo
y entonces me arrojaron del barco, y quedé solo otra vez,
por mi olor, por mi piel, por esta mi mirada que
                                   ahuyenta a los búhos.  Y quedé solo
después de haber contado una penosa historia
de brutalidad y miseria, de espanto y gargajos, y una
                                                                 avidez de amor
arriba de la piel, debajo de la piel
tensa como un tatuaje, Signorina...”


Rodolfo Hinostroza Clausen, Lima, Perú, 1941
imagen: s/d



Serán éstos los 206 aristocráticos huesos de mi padre?
Todos completos, con su maxilar inferior, su frontal,
sus falangetas, su astrágalo,
su vómer, sus clavículas?
No se habrán confundido
en la Fosa Común
con los de un vagabundo
de esos que abundan en las calles de Lima,
y mueren sin un grito?  Cómo voy a confiar
en que sean éstos los huesos de mi querido padre,
don Octavio, Tachito,
si en la Fosa Común donde lo echaron
puede ocurrirle cualquier cosa
a los huesos de uno?
Su hermano, tío Reynaldo había jurado
encontrar a mi padre, y recorrió toda esta Lima a pie
durante un año, para hallar a mi padre, el poeta,
que se había perdido en la ciudad,
como suele ocurrirles a los ancianos y a los locos.
Todos los días salía, después del desayuno,
a buscar al hermano mayor,
a aquel poeta provinciano,
talentoso, desgraciado y perdido
por los barrios de Lima. Llevaba
una vieja foto de mi padre, amarillenta,
donde aparecía con su pelo ya blanco,
sus ojillos brillantes de inteligencia, sus mejillas fláccidas
labradas por años de inútiles batallas
contra lo que él llamaba su destino adverso
cuando se hallaba de un ánimo blasfemo,
dispuesto a enrostrarle a un Dios
                                 en el que no creía,
sus continuos fracasos.
                                         La boca grande, elocuente.
La frente alta y despejada. Con un terno marrón, creo,
a rayitas. Esa imagen debió corresponder
a una época feliz, tal vez la de Huaraz,
cuando estábamos todos juntos, mi hermana
mi madre y yo, mucho antes
del divorcio.
Reynaldo la mostraba
a la gente, los interrogaba venciendo
su enorme timidez: “¿Ha visto a este hombre?”
indesmayablemente a pie,
tío de a pie como un remoto soldado de una guerra perdida,
raso, humilde, cumplido,
indagando en los parques, en los hospitales,
en las estaciones de autobús,
en los mercados,
pues quería encontrarlo,
esa era la misión que se había impuesto
antes que la muerte se lo lleve.
Pero la muerte se llevó primero a tío Reynaldo
de un cáncer al estómago,
sin saber que mi padre lo había precedido en el último rumbo,
y no fue sino mucho más tarde que mi hermana
al fin encontró a mi padre
en una Fosa Común del cementerio de Miraflores
donde sus huesos misteriosamente habían venido a dar
porque nadie había reclamado su cadáver.
La muerte
que con callado pie todo lo iguala
lo había sorprendido en un asilo municipal
donde llevan a los locos que vagan por las calles de Lima
y había muerto, enloquecido y solo,
él, Octavio, Tachito, el poeta, el hermano mayor
que había nacido en cuna de oro.
Siempre pensé que moriría rodeado
como Maese Manrique
de sus hijos, hermanos y criados
reconciliado con su terco destino
y cesaría la angustia
la loca angustia que desorbitaba sus ojos
porque no quería morir como un fracasado
y su muerte le cerraría para siempre
las puertas de La Gloria.
No reposó un instante en vida
acechando a la suerte en todos los caminos,
en todos los concursos,
esperando un cambio del destino
un premio, algo definitivo
que sacase su nombre del anonimato
y le diese la paz. Ya no soñaba con el Premio Nobel,
sino con la publicación de sus poemas
que eran profundamente hermosos
y cada día más bellos
cuanto más desgraciada era su vida.
Se sentía en deuda
con nosotros sus hijos,
y los recuerdos de nuestra infancia feliz lo atormentaban
hasta hacerlo sangrar
como un patriarca loco que ha perdido
el paraíso inadvertidamente
por una mala mano en el tresillo
un mal consejo, o una debilidad de temple
inconfesable.
Entonces quería estar solo, huía
de la familia, se confundía
en Lima entre los vagabundos, le aterraba
y le atraía como un destino escrito
la mendicidad al final del camino. No aceptaba
el rol que todos querían para él:
el del abuelo sabio y respetado
que mora y aconseja en el hogar de su hija: prefirió
seguir en la batalla hasta el final,
irse a la calle
esperando un milagro.
Sus despojos
fueron a dar a la Fosa Común,
hasta que el proceso
de putrefacción termine, en cosa de tres años
y sus huesos, mondos, nos fueron entregados
en una caja de zapatos, con una etiqueta identificatoria.
Ahora reposan en el Cementerio el Ángel
en una de esas fúnebres bibliotecas de huesos
a pocos bloques de donde mi madre duerme su sueño eterno.
La muerte, piadosamente,
ha acercado los huesos de dos seres que la vida separó,
y sus nombres han vuelto a aproximarse
en el silencio de este Camposanto
como cuando se vieron por primera vez
y se amaron.
En ocasiones
mi hermana y yo llevamos flores,
a un sepulcro y el otro,
y todavía sufrimos por su amor desgraciado,
que sin embargo dio maravillosos frutos.


Rodolfo Hinostroza Clausen, Lima, Perú, 1941



sábado, 10 de marzo de 2012

Alberto Vega



La tragedia de Julio César


César regresa victorioso:
¡Salve César! — dicen todos —

Bruto lo mata para salvar la democracia
Así lo dice y convence a la ciudad:
¡Salve bruto! ¡Muera César!

Pero Antonio con su famoso discurso
Da vuelta la tortilla:
¡Salve Antonio! ¡Muera Bruto!

Ambos hacen y deshacen
Mientras la multitud va y viene
Dando más de un mal paso.

Bruto y Antonio pasan a la Historia
Mientras los fabios, los cayos y los lucios
(que son los que la hacen)
Se quedan como extras y en minúsculas.

Y así el pueblo convertido en carne de cañón
Después de la batalla es un pedestal de sangre
En el que con pose olímpica
Reina el César.

Shakespeare: La tragedia de Julio César
No es de Bruto ni de Antonio
Sino del pueblo y su maldita inocencia.


Alberto Vega, Arequipa, Perú, 1932
imagen: s/d