Hay alguien que escucha muy cerca de aquí,
espera, retiene el aliento.
Dice: Es mi voz la que habla.
Nunca más, dice él,
va a estar todo tan tranquilo,
tan seco y cálido como ahora.
Se escucha a sí mismo
en su cabeza burbujeante.
Dice: No hay nadie más
aquí. Esta tiene que ser mi voz.
Espero, retengo el aliento,
escucho. El rumor distante
en mis oídos, antena
de carnes suaves, no significa nada.
Es tan sólo el latido
de la sangre en las venas.
He esperado mucho tiempo
con el aliento retenido.
Rumor blanco en los auriculares
de mi máquina del tiempo.
Sordo zumbido cósmico.
Ni un sonido, ninguna llamada de auxilio.
La radio permanece muda.
O éste es el fin,
me digo, o es que
ni siquiera hemos comenzado.
¡Aquí, sí! ¡Ahora!
Se oye un rasguido, un crujir, algo
que se desgarra. Aquí está. Una uña helada
que araña la puerta y se queda quieta.
Algo cruje.
Un lienzo largo e interminable,
una inmaculada tela blanca
que se desgarra, lentamente al principio
y luego más y más de prisa,
se rasga en dos pedazos con un silbido.
Esto es el principio.
¡Escuchad! ¿No lo oís?
¡Agarraos bien!
Y regresa el silencio.
Sólo se oye un sutil tintineo
en los aparadores,
el temblor del cristal,
más y más tenue
hasta desaparecer.
¿Quieres decir que
eso fue todo?
Sí. Todo pasó.
Eso fue sólo el principio.
El principio del fin
es siempre discreto.
A bordo son ahora
las once cuarenta. Hay una grieta
de doscientos metros
en el casco de acero,
bajo la línea de flotación,
abierta por un cuchillo gigantesco.
El agua corre
hacia las escotillas.
Emergiendo treinta metros,
el iceberg pasa silencioso,
se desliza junto al barco resplandeciente,
y se pierde en la oscuridad.
El iceberg avanza hacia nosotros
inexorablemente.
Vedlo cómo se suelta
del frente del glaciar,
de los pies del glaciar.
Sí, es blanco,
se mueve,
sí, es más grande
que todo cuanto avanza
en el mar,
en el aire
o la tierra.
Sueños mortales
que una larga caravana
de icebergs atraviesa.
«A doscientos cincuenta pies de altura
sobre el nivel del mar,
destellan sus colores
que son maravillosos
y totalmente diáfanos.»
«Como si fuese un sol
multiplicado
sobre las celosías de cientos de palacios.»
Mejor es no pensar en lo que pesa
un iceberg.
Cuantos lo han visto
no olvidarán jamás tal espectáculo
aunque vivan cien años.
«Ese espectáculo aguza la imaginación
pero llena el corazón
de un sentimiento de involuntario horror.»
El iceberg carece de futuro.
Flota a la deriva.
No podemos hacer uso de él.
Existe, sin duda.
No tiene valor.
La confortabilidad
no es su fuerte.
Es mayor que nosotros.
Siempre y únicamente
vemos su cima.
Es efímero.
No se preocupa.
Nunca progresa,
pero «cuando, parecido
a una inmensa mesa
de mármol blanco,
veteado de azules,
se mueve de improviso y quiebra lo profundo,
todo el mar se estremece.»
En nada nos concierne,
sigue su ruta monocorde,
no necesita nada,
no se reproduce,
y se derrite.
No deja huellas.
Se disipa perfectamente.
Sí, esa es la palabra:
perfectamente.
Tomad lo que os han quitado,
tomad a la fuerza lo que siempre ha sido vuestro,
gritó, congelándose en su ajustada chaqueta,
su pelo ondeando bajo el pescante,
soy uno de vosotros, gritó,
¿qué esperáis? Este es el momento,
echad abajo las barandas,
tirad a esos degenerados por la borda
con todos sus baúles, perros, lacayos,
mujeres, y hasta niños,
usad la fuerza bruta, los cuchillos, las manos.
Y les mostró el cuchillo,
y les mostró las manos desnudas.
Pero los pasajeros del entrepuente,
emigrantes, todos a oscuras,
se quitaron las gorras
y lo escucharon en silencio.
¿Cuándo tomaréis la venganza,
si no ahora? ¿O es que no podéis
soportar ver sangre?
¿Y la sangre de vuestros hijos?
¿Y la vuestra? Y se arañó la cara,
y se cortó las manos,
y les mostró la sangre.
Pero los pasajeros de entrepuente
lo escuchaban inmóviles.
No porque él no hablara lituano
(no lo hablaba), ni porque estuvieran ebrios
(hacía tiempo que habían vaciado
sus anticuadas botellas
envueltas en toscos pañuelos),
ni porque estuvieran hambrientos
(aunque estaban hambrientos):
Era otra cosa. Algo
difícil de explicar.
Entendían bien
lo que él decía, pero no lo
entendían a él. Sus frases
no eran las frases de ellos. Golpeados
por otros miedos y otras esperanzas,
aguardaban allí pacientemente
con sus bolsos, sus rosarios,
sus raquíticos hijos, recostados
en las barandas, dejaron
pasar a otros, prestándole atención
respetuosamente,
y esperaron hasta que se ahogaron.
H. Magnus Enzensberger, Alemania, 1929
de El hundimiento del Titanic [der Untergang der Titanic]
traducción de Heberto Padilla con la colaboración de
Hans Magnus Enzensberger y Michael Faber–Kaiser
imagen: de Wreck and Sinking of the Titanic, editado por Marshall Everett (1912).
[Public domain image]
El Editor recomienda la versión completa de El hundimiento del Titanic, en http://www.bsolot.info/wp-content/uploads/2011/02/Enzensberger_Hans_Magnus-El_hundimiento_del_Titanic.pdf