Canto VI
Inmóvil, observo este cuarto desnudo, en Alemania,
el alto cielo raso, antaño blanco,
el hollín que cae sobre la mesa en flecos diminutos;
y mientras la ciudad que me rodea oscurece de prisa,
yo me entretengo en recrear un texto que tal vez no existió.
Restauro mis imágenes, yo soy mi propio falsificador.
Y me pregunto la forma que tendría el salón de fumar
a bordo del Titanic, si las mesas de juego tenían
taraceas o estaban cubiertas de paño verde.
¿Cómo era en realidad?
¿Cómo era en mi poema? ¿Estaba en mi poema?
¿Y aquel hombre delgado, distraído, aquel ser excitado
deambulando por La Habana, presa de discusiones y metáforas
y aventuras de amor interminables? ¿Era realmente yo?
No podría jurarlo. Y dentro de diez años no podré jurar
que estas mismas palabras sean las mías, escritas
en el lugar más oscuro de Europa, en Berlín, diez años atrás;
es decir, hoy, para apartar mi mente de las noticias de la noche,
de los innumerables minutos sin fin que nos esperan
y que se extienden hasta el infinito, a medida que avanza no se sabe qué fin.
Dos grados bajo cero, en la ventana todo está negro, hasta la nieve.
Me invade, no sé por qué razón, una gran calma.
Miro hacia fuera como un Dios. No hay iceberg a la vista.
Agua salada en una cancha de tenis
puede ser una terrible molestia;
sin embargo, mojarse los pies
no significa que se aproxime el fin del mundo.
Como suicidas en busca de coartada, la gente
está ávida de que llegue el final,
y así pierden el control y los nervios.
En realidad, a nadie le gusta ahogarse, y menos
a dos grados por debajo del punto de congelación.
Si a la hora de peligro, el juicio
del pasajero no es tan mesurado como uno quisiera,
¡no importa! Después de todo, aquí estoy yo temblando
en esta nave que Dios ha abandonado, aunque es cierto
que viajo en Primera Clase, saboreando
un oporto de exquisita cosecha.
Presumamos por un momento
que el Titanic está a punto de hundirse,
aunque yo, ingeniero, poco dado a la fantasía,
sostengo que tal desenlace es bastante improbable. ¿Entonces?
No hay que preocuparse mucho. Las estadísticas indican
que en un momento dado pueden zozobrar una docena
de barcos sin que a nadie le importe, porque sus
nombres son Rosalind II o Bellavista
y no Titanic. No hay que olvidar que,
en este instante, surcan los siete mares
millares de naves que llegarán puntualmente a puerto,
aunque nosotros nos ahoguemos.
Además, toda innovación conlleva una catástrofe:
nuevas herramientas, nuevas teorías, nuevas emociones;
eso es lo que se llama evolución.
Y así, aunque en nuestra discusión imaginemos
que todos los barcos se han de hundir el mismo día,
en tal caso lo único que tenemos que hacer es
presentar algo nuevo: enormes planeadores en los cielos,
ballenas amaestradas, o nubes de hierro.
De lo contrario, llevar vidas estáticas.
Hace tiempo que los árboles lo practican con éxito. Y en caso
que no surjan ideas, peor para nosotros. Después de todo,
ya se han extinguido otras formas de vida,
yo diría que en beneficio nuestro.
¿Dónde estaríamos ahora sí los reptiles alados
y los dinosaurios no se hubieran topado
con algunas complicaciones? ¿Me comprende?
De todo lo cual concluyo que no tiene sentido
un punto de vista demasiado estrecho
sobre cualquier acontecimiento que nos concierna, por ejemplo,
nuestra muerte. Claro que lo que estoy diciendo,
como ingeniero e inveterado bebedor de vino oporto,
no revela nada totalmente nuevo,
de ahí que esté a punto de hundirme.
De modo que ésta es la mesa a la que se sentaron.
Desde fuera puedes ver, a través del ojo de buey,
en el salón de fumar, a B., un emigrante de Rusia
que, gesticulando, envuelto en la niebla azul
del humo exquisito de tabacos habanos,
marca Partagás, torcidos a mano,
perfectamente feliz y abstraído,
en la mesa verde, sin prestar atención
a icebergs, diluvios o naufragios,
predica la revolución
atareado en la predicación del evangelio de la revolución
a un pequeño grupo de barberos, jugadores
y telegrafistas. Uno lo ve,
pero no puede oír lo que dice.
El grueso cristal convexo del ojo de buey,
que refleja el bronce de los herrajes,
está hecho a prueba de ruidos. Palabras inaudibles;
uno sabe lo que se proponen,
y que este hombre tiene razón, aunque sea muy tarde
para tener razón en algo.
Sin embargo, en la próxima mesa puedes ver
a otro caballero, encolerizado, molesto.
Es el dueño de una fábrica textil de Manchester que considera
repugnante toda esta tontería, está indignado,
y en tono severo expone
las ventajas de la disciplina más estricta
y las bendiciones de la autoridad, que,
según sostiene con bigote trémulo, a bordo de un barco
ha de ser absoluta y firme.
Tú, desde luego, no puedes estar
al tanto de esta discusión, porque no puedes oírla.
Pero fíjate cómo los jugadores
y los telegrafistas mueven la cabeza,
¡como si asistieran a un partido de tenis!
A todos les gustaría ser rescatados,
a todos, incluyéndote a ti. Pero,
¿no es esto pedirle demasiado a una idea?
El juego terminará con empate.
Nadie ha notado a estos dos caballeros
en uno de los botes salvavidas, nadie ha vuelto a oír
hablar de ellos jamás.
Sólo su mesa flota por ahí todavía,
una mesa vacía en el Atlántico.
Hans Magnus Enzensberger, Alemania, 1929
de El hundimiento del Titanic [der Untergang der Titanic]
traducción de Heberto Padilla con la colaboración de
Hans Magnus Enzensberger y Michael Faber–Kaiser
imagen: s/d
El Editor recomienda la versión completa de El hundimiento del Titanic, en http://www.bsolot.info/wp-content/uploads/2011/02/Enzensberger_Hans_Magnus-El_hundimiento_del_Titanic.pdf