Después, como siempre, todo el mundo lo había visto venir,
excepto nosotros, los muertos. Después abundaron
los presagios, los rumores y las versiones cinematográficas.
Alguien mencionó las carreras de perros
celebradas en la cubierta C, deporte bastante raro
para un barco; habían preparado liebres metálicas
con pintura brillante, movidas por un ingenioso mecanismo,
para incitar a los galgos a realizar esfuerzos ilícitos;
se cuenta que muchos pasajeros menesterosos perdieron
sus últimas guineas en este monótono pasatiempo. Y qué decir
de la grieta en la campana del barco, y del hecho
de que se había tornado agrio el burdeos Château Larose del
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utilizado en el bautismo del barco; la conducta misteriosa
de las ratas en Queenstown, última escala del viaje;
y el silenciado caso de la furia sanguinaria
en la capilla del barco. Ominosos accidentes,
vicios innombrables; pero ¿por qué hemos de cargar
con la culpa? ¿Cómo sospechar que se daban latigazos
a las duquesas debajo de las mesas de juego? ¿Que las niñas
menores de edad pedían auxilio por los conductos
de ventilación y que en los baños turcos había hermafroditas
mostrando sus orificios? Ahora, retrospectivamente,
todo el mundo alega haber oído el sonido de un órgano,
sin que lo tocaran manos humanas, y que pasó la noche
emitiendo profanas tonadas, como última advertencia
a todos nosotros.
«Divina Némesis» ¡Fácil decirlo una vez ocurrido!
Las penúltimas palabras de un grave caballero
poco antes de hacernos a la mar:
¡Ni Dios mismo podría hundir este barco! Bueno,
no lo oímos. Estamos muertos. Nada sabíamos.
Aquí tienes una caja,
una caja grande
con una etiqueta que dice
caja.
Ábrela,
y dentro encontrarás una caja,
con una etiqueta que dice
caja dentro de una caja cuya etiqueta dice
Mira adentro
(de esta caja,
no de la otra)
y encontrarás una caja
con una etiqueta que dice...
y así sucesivamente,
y si sigues así,
encontrarás
tras esfuerzos infinitos
una caja infinitesimal
con una etiqueta
tan diminuta,
que lo que dice
se disuelve ante tus ojos.
Es una caja
que sólo existe
en tu imaginación.
Una caja
perfectamente vacía.
Calado hasta los huesos, diviso gentes con baúles
chorreantes.
Los veo, de pie sobre un plano inclinado, recostados al
viento.
Bajo una lluvia oblicua, borrosos, al borde del abismo.
No, no es un sexto sentido. Es el tiempo,
el mal tiempo el que los empalidece. Les advierto,
les grito, por ejemplo,
señoras y señores, andáis por mal camino, estáis al
borde del abismo.
Pero sólo me otorgan una débil sonrisa y responden altivos:
Gracias, lo sabemos.
Me pregunto si se trata de unas cuantas docenas de personas,
¿o está allí todo el género humano, sobre un barco
decrépito, digno de la chatarra, dedicado tan sólo
a una causa, el naufragio?
Lo ignoro. Yo chorreo y escucho. Es difícil
decir quiénes son estas gentes asidas a un baúl,
a un talismán de color puerro, a un dinosaurio, a una corona
de laurel.
Les oigo reír y les grito palabras incomprensibles.
Aquel desconocido con la cabeza envuelta en periódicos
mojados
supongo que sea K, un viajante vendedor de galletas;
de aquel barbudo no tengo la más ligera idea; el hombre del
pincel se llama Salomón P, la dama que estornuda sin cesar
es de seguro Marylin Monroe;
pero el hombre de blanco, el que sostiene un manuscrito
envuelto en una tela negra, encerada, seguramente es Dante.
Esas gentes rebosan esperanzas, están llenas de una energía
criminal.
Bajo la lluvia a cántaros, se ponen a pasear sus
dinosaurios,
abren y cierran sus maletas mientras cantan a coro:
«El trece de mayo el mundo se hundirá,
todo acabará, todo acabará.»
Es difícil decir quién se ríe, quién me observa, quién no,
en esta niebla, a no sé qué distancia del abismo.
Los veo hundirse poco a poco y les grito:
Veo cómo os hundís poco a poco.
Y no hay respuesta. En lejanos barcos, leves y corajudos,
suenan las orquestas. Todo es tan lamentable; no me gusta
mirar
como mueren empapados en la lluvia y la niebla. Es tan
penoso.
Les podría gritar, les grito: «Pero nadie sabe
en qué año acabará el mundo; ¿no es maravilloso?»
¿Pero a dónde fueron los dinosaurios? ¿Y de dónde provienen
aquellas miles y decenas de miles de maletas empapadas,
flotando a la deriva, sobre las aguas?
Nado y gimo.
Todo, como de costumbre, gimo, todo bajo control,
todo sigue su curso, todos, sin duda, se habrán ahogado
en la lluvia sesgada, es una pena, ¿y qué? ¿por qué gemir?
Lo raro, lo difícil de explicar, es: ¿por qué sollozo
y sigo nadando?
H. Magnus Enzensberger, Alemania, 1929
de El hundimiento del Titanic [der Untergang der Titanic]
traducción de Heberto Padilla
imagen: Der Untergang der Titanic, grabado del profesor Willy Stöwer, 1912.
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