El espejo
Una región del muro está hechizada.
Sólo el ojo lo sabe.
Un cristal incansable paso a paso repite
las rectas sombras que la tarde desplaza.
Terriblemente dócil, no desdeña
la vertical sinuosa de una hormiga extraviada
y al fondo de sus cámaras
también crecen las plantas.
A veces miro ese país extraño
cuyos hombres no tienen más lenguaje que el gesto,
ese país sin música.
Sé que no puedo ser ese hombre que me mira,
sé que a él no lo alcanzan el temor ni la idea.
Cuando la noche apaga las letras y los ángulos,
en su país de eclipses él no te ama.
William Ospina, Colombia, 1954.
imagen: s/d
Nietzsche
Está muriendo un Dios en el centro de un ópalo del color del crepúsculo.
Está muriendo una hoja de hierba en el pecho de Cristo.
Está muriendo una rosa en el aire estancado de la catedral de Maguncia,
traspasada en el aire por una quemante aguja del sol.
Está muriendo una llanura donde retozan embriagados leopardos.
Está muriendo un ángel sobre un glaciar blanquísimo.
Está muriendo un barco lleno de ancianos en una colina del
cielo, en un aire cargado de delfines livianos y azules.
Está muriendo una cúpula bajo el asedio de las mariposas.
Está muriendo un lupanar lujoso y sonoro de besos enfermos.
Está muriendo mi corazón bajo los crueles halcones del olvido de Lou.
Me estoy borrando en sus pupilas bellas y esperanzadas como lienzos.
Está muriendo un pájaro en un bosque de nubes.
Está muriendo una lucha glacial bajo mis sábanas de seda.
Algo muy bello está borrándose por las bahías de mi infancia.
Algo muy triste calla en sus violines.
William Ospina, Colombia, 1954.
miércoles, 12 de enero de 2011
William Ospina
martes, 3 de agosto de 2010
William Ospina
Lope de Aguirre
Yo vine a la conquista de la selva, y la selva me ha conquistado.
Aparto con las manos los enormes ramajes,
Miro a solas las encendidas flores con forma de pájaros,
La extrema contorsión de la serpiente herida
Que las nubes parecen reflejar en el cielo.
Nada es piedad aquí, nada es dulzura.
¿Si son crueles los monjes en los penumbrosos claustros de España,
Si son degolladores los reyes y envenenadoras las reinas
En sus artísticos salones llenos de lienzos y de lámparas,
Si son perversos los obispos y lascivos los papas
En la nube de mármol de sus tronos romanos,
Si son despiadados los clérigos, que leyeron a Homero y a Séneca,
Si son salvajes los capitanes que comen la carne cocida,
Salpicada de jerez y de orégano,
Si bajo Europa entera aúllan las mazmorras,
Cómo puedo ser manso en estas tierras,
Ceñido por las selvas impracticables,
Lejos de esos palacios tapizados por la letra y la música?
He decidido ser un tigre.
La selva invade el alma como un vino.
Aquí no hay bien ni mal sino el zarpazo,
La rauda flecha del halcón hacia la comadreja de aguas,
El estupor del conejo salvaje ante el bostezo de la enorme serpiente,
El salto de la hormiga roja escapando un instante de las fauces de la salamandra,
La innumerable y cíclica y recíproca voracidad
De la gran selva de oscuros dioses que se alimenta de sí misma como un dragón de fiebre.
El rey está muy lejos, gobernando sus yermos de Castilla,
Sus puertos que miran al África, sus chambelanes obsequiosos,
Sus espejos prietos de cortesanos, sus olivares retorcidos como doctrinas,
Su orgullo salpicado de galeones, sus panoplias marchitas (en cada daga sangre de un viejo amigo)
Y la tierra gime de leones españoles desde el río Sacramento hasta los arrozales de Manila,
Desde las charcas fétidas del infierno hasta las últimas plumas de los ángeles.
El rey es rey del mundo, pero la selva es mía,
Y ese ojeroso príncipe de piel de cera y manos puntiagudas
No podría avanzar con sus tacones de nácar por estos riscos de tristeza
Donde la carne pierde toda esperanza;
No podría aventar con sus abanicos de pavo real
En los húmedos aires a estos mosquitos rojos que prodigan la fiebre,
No hundiría jamás sus tobillos lechosos
En los pantanos infestados de dientes.
Déjame a mí el palacio de estos atardeceres de tormento que se parecen a mi alma,
Donde bestiales tropas me adoran de miedo,
Donde debo mirarlos como un buitre para que no me maten,
Donde los últimos ángeles de mi infancia se descomponen en las ciénagas tibias,
Donde los hombres solos, desprendidos del barco de los siglos, aprender a ser crueles,
A combatir el cielo a dentelladas, a recelar en el amor la emboscada.
Selva monumental, aire de flechas súbitas,
Humaredas que traen olor de extrañas carnes,
Ancianos indios extasiados de ojos amarillos
Que miran como reyes o santos las vacías regiones del cielo;
Y diente de jaguar para la suerte,
Y montones de rojas semillas maceradas que me harán fértil,
Y los senos oscuros que penden como frutos,
Y la rana que se hunde en su reflejo, y bóvedas de frondas meciéndose en el agua.
Descendemos gritando por los ríos violentos en barcazas pesadas de odio;
Sé que al darles la espalda, estos hombres me miran como perros,
Sé que estoy afilando el cuchillo que pasarán por mi garganta.
Hemos dejado un rastro de cadáveres desde las sierras de Mérida,
Por los llanos resecos, por las enloquecidas serranías,
Un rastro de caseríos en llamas, alaridos de madres ya sin destino,
Rostros atónitos debajo del agua que un remo empuja hacia el fondo,
Pero qué puedo hacer si la selva me ha trastornado,
Me reveló las bestias que habitaban mi carne,
Si sólo sé mandar y codiciar todo lo que pueda ser mío
Y aquí cada ramaje se opone a mis designios;
Qué puedo hacer sino amasar el oro de estos pueblos brutales,
Y ser el rey de sangre de estas tardes de lástima,
Y poner al tucán de pico extravagante sobre mi hombro,
Y coronar de flores como incendios mi cabeza aturdida,
Y declarar la guerra a las escuadras imperiales que cubren los océanos,
Con esta voz que grita en la selva y que jamás los alcanza,
Y ser el rey de ultrajes de estos soldados rencorosos
Hasta que sus cuchillos se apiaden.
William Ospina, Colombia, 1954.
imagen: Klaus Kinski en Aguirre, la ira de Dios