viernes, 29 de julio de 2011

Silvina Ocampo



Única sabiduría

Lo único que sabemos
es lo que nos sorprende:
que todo pasa, como
si no hubiera pasado.

Silvina Ocampo, Buenos Aires, Argentina, 1906-1993
imagen: Silvana Ocampo, foto publicada en “La Voz del Interior” (Cba.)



Envejecer también es cruzar un mar de humillaciones cada día;
es mirar a la víctima de lejos, con una perspectiva
que en lugar de disminuir los detalles los agranda.
Envejecer es no poder olvidar lo que se olvida.
Envejecer transforma a una víctima en victimario.

Siempre pensé que las edades son todas crueles,
y que se compensan o tendrían que compensarse
las unas con las otras. ¿De qué me sirvió pensar de este modo?
Espero una revelación. ¿Por qué será que un árbol
embellece envejeciendo? Y un hombre espera redimirse
sólo con los despojos de la juventud.

Nunca pensé que envejecer fuera el más arduo de los ejercicios,
una suerte de acrobacia que es un peligro para el corazón.
Todo disfraz repugna al que lo lleva. La vejez
es un disfraz con aditamentos inútiles.
Si los viejos parecen disfrazados, los niños también.
Esas edades carecen de naturalidad. Nadie acepta
ser viejo porque nadie sabe serlo,
como un árbol o como una piedra preciosa.

Soñaba con ser vieja para tener tiempo para muchas cosas.
No quería ser joven, porque perdía el tiempo en amar solamente.
Ahora pierdo más tiempo que nunca en amar,
porque todo lo que hago lo hago doblemente.
El tiempo transcurrido nos arrincona; nos parece
que lo que quedó atrás tiene más realidad
para reducir el presente a un interesante precipicio.

Silvina Ocampo, Buenos Aires, Argentina, 1906-1993

jueves, 28 de julio de 2011

Hart Crane




No hay estrellas esta noche
salvo las de la memoria.
Peró cuánto espacio hay para la memoria
en la holgada faja de la lluvia apacible.

Hay incluso espacio suficiente
para las cartas de Elizabeth,
la madre de mi madre,
apretujadas desde hace tanto
en un rincón del techo
que están marrones y blandas
y podrían deshacerse como nieve.

En la inmensidad de ese espacio
los pasos deben ser suaves.
Todo cuelga de un invisible cabello blanco.
Tiembla como ramas de abedul enmarañando el aire.

Y me pregunto a mí mismo:

“¿Tus dedos son suficientemente largos
para tocar teclas viejas que sólo son ecos?
¿Es suficientemente fuerte el silencio
para traer la música de vuelta a su fuente
y de vuelta a ti
como si fuera a ella?”

Pero yo llevaría a mi abuela de la mano
por mucho de lo que ella no entendería;
Y entonces trastabillo. Y la lluvia sigue en el techo
con el ruido de una risa levemente compasiva.

Hart Crane, Ohio, Estados Unidos, 1899 – Golfo de México, 1932
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: s/d


My Grandma’s Love Letters

There are no stars tonight
But those of memory.
Yet how much room for memory there is
In the loose girdle of soft rain.

There is even room enough
For the letters of my mother’s mother,
Elizabeth,
That have been pressed so long
Into a corner of the roof
That they are brown and soft,
And liable to melt as snow.

Over the greatness of such space
Steps must be gentle.
It is all hung by an invisible white hair.
It trembles as birch limbs webbing the air.

And I ask myself:

“Are your fingers long enough to play
Old keys that are but echoes:
Is the silence strong enough
To carry back the music to its source
And back to you again
As though to her?”

Yet I would lead my grandmother by the hand
Through much of what she would not understand;
And so I stumble. And the rain continues on the roof
With such a sound of gently pitying laughter.



lunes, 25 de julio de 2011

Conrado Nalé Roxlo





Lo imprevisto

Señor, nunca me des lo que te pida.
Me encanta lo imprevisto, lo que baja
de tus rubias estrellas; que la vida
me presente de golpe la baraja

contra la que he de jugar. Quiero el asombro
de ir silencioso por mi calle oscura,
sentir que me golpean en el hombro,
volverme, y ver la faz de la aventura.

Quiero ignorar en dónde y de qué modo
encontraré la muerte. Sorprendida,
sepa el alma a la vuelta de un recodo,
que un paso atrás se le quedó la vida.

Conrado Nalé Roxlo, Buenos Aires, Argentina, 1898-1971
imagen: s/d



Va la sirena muerta por el río
con una flecha al corazón clavada,
y desde la ribera desolada
mis lágrimas la siguen por el río.

Mía no fue, pero fue un sueño mío.
¿Quién la devuelve al mar asesinada?
¿Por qué pasa ante mí, muerta y dorada?
¿Dónde perdió su corazón y el mío?

¿En qué arrecife de coral distante
irá a encallar su frágil hermosura?
Con ella encallará mi sueño amante.

Y del dardo mortal la pluma oscura
indicará en la tarde al navegante
que allí tiene la mar más amargura.

Conrado Nalé Roxlo, Buenos Aires, Argentina, 1898-1971


viernes, 22 de julio de 2011

Pádraig J. Daly




               del texto irlandés de Giolla Bríde Ó hEódhusa, siglo XVI


Tú que plantas el árbol,
¿vivirás para ver las manzanas?
Cuando las ramas crezcan y se extiendan,
¿es seguro que has de verlas?

Podrías morir antes de que florezca
en el bello y verde huerto.
Cuando fijes la estaca considera
que así se dan las cosas muchas veces.

Si la fruta de esas ramas promisorias
madura finalmente, y la sostiene tu mano,
¿la comerás, buen amigo?
La muerte vuelve eso un hecho incierto.

Muestras poca sabiduría, señor,
tú que eres dueño de la arboleda fragante,
al poner tu esperanza en la nimia cosecha
y nunca preocuparte por tu alma.

Pádraig J. Daly, Dungarvan, Irlanda, 1943
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: Claude Monet, Manzanos en flor, Giverny (c. 1900-1901)

* Pádraig Daly es sacerdote agustino


Planter

             from the Irish of Giolla Bríde Ó hEódhusa, 16th century


You who plant the tree,
Will you live to see the apple?
When the branches grow and spread,
That you will view them, is it certain?

You may be gone before it flowers
In the green and lovely orchard.
Consider as you fix the stake,
That that is often how things happen.

Should the fruit of those bright branches
Ripen; and your hand enclose it,
Will you eat it, sweet companion?
Death makes such an outcome doubtful.

You show little wisdom, Sir,
You who own the fragrant woodland,
To place your hope on paltry crop
And never make your soul your worry.



Un círculo de pan,
partido,
levantado
en pleno brillo del sol. 

Los trozos cortados
que caen en el platillo.

Qué fácil
en campos verdes
creer
un mito de amor.

Pádraig J. Daly, Dungarvan, Irlanda, 1943
Versión © Gerardo Gambolini


Eucharist

A circle of bread,
Broken,
Lifted up
In the full glare of sun.

Scatter of crumbs
Floating to the plate.

How easy
In green meadows
To credit
A myth of love.



Podría haberme ahorrado el viaje:
el sol de invierno
los caminos peligrosos con el hielo,
mi presencia sin ninguna utilidad para los dolientes.

Pero yo también lo lamentaba,
por ti y por ella;
y estar aquí era lo único
que me quedaba hacer, para siempre.   

Pádraig J. Daly, Dungarvan, Irlanda, 1943
Versión © Gerardo Gambolini


Funeral

I could have spared myself the journey:
Wintery sunlight,
Roads dangerous with ice,
My presence of no consequence to the mourners.

But I was mourning too,
For you and for her;
And being here
Was all I had left to do forever.



miércoles, 20 de julio de 2011

Anna Ajmátova




Envejecimos cien años
aunque esto sucedió sólo en una hora.
Se terminaba ya el corto verano;
humeaban las llanuras labradas.
De repente se abigarró el camino quieto;
voló el llanto como un toque de plata.
Cubriéndome el rostro supliqué a Dios
que me matase antes de la primera batalla.
Desaparecieron las sombras de goces y pasiones
de la memoria, como una carga inútil.
Y una vez vacía, el Señor le ordenó
convertirse en un libro de noticias terribles.

Anna Ajmátova, Odessa, Rusia, 1889-1966
Traducción de Vera Vinogádova



Cuando escuches el trueno me recordarás
y tal vez pienses que amaba la tormenta…
El rayado del cielo se verá fuertemente carmesí
y el corazón, como entonces, estará en el fuego.

Esto sucederá un día en Moscú
cuando abandone la ciudad para siempre
y me precipite hacia el puerto deseado
dejando entre ustedes apenas mi sombra.

Anna Ajmátova, Odessa, Rusia, 1889-1966
[sin mención del traductor]




martes, 19 de julio de 2011

Harry Clifton



Eccles Street, Bloomsday, 1982

Partida, despojada de sus fantasmas,
la mitad que quedaba de Eccles Street
estaba vacía, aquel día de días
en que mis pies
me llevaban sin saber
a una cita a ciegas, o un encuentro arreglado.

Una presión invisible, un calor invisible
fijaban las coordenadas azules
de una ciudad helénica
desde Phoenix Park hasta Merrion Gates,
donde, desconectados, a un paso
de la sabiduría, o del amor eterno,

un millón de ciudadanos trabajaban, almorzaban,
o soñaban con Joyce por un instante
y se sentían completamente reales,
los pares del destino, los amos de la elección,
como ocurría conmigo, en Eccles Street,
antes de que tú y yo nos encontráramos

en el designio más grande. . . . La coincidencia
regida invisiblemente, la cita casual
eclipsada por las infinidades griegas
que actúan entre nosotros como sentido común,
encarcelándome, dejándome en libertad
de soñar y vagar

en un mito demasiado joven para tener forma.
Yo mismo lo construía, con la puerta en ruinas
del burdel de Bella Cohen,
con otros sótanos, otras putas
desabrochando sus blusas
constantemente, mientras el tráfico se amontonaba

y los semáforos se ponían en verde y rojo
en planos de realidad cambiantes —
Y tú, una estudiante de último año,
leías sobre Joyce en la Biblioteca Nacional,
o estabas entre la gente, mi amor inadvertido,
en la inauguración de Stephen’s Green.

Pasó una hora, en Eccles Street —
Dos borrachos, en los portales del Mater,
bebían y cantaban canciones republicanas.
Vi una fila de taxis esperando
y pasto de verdad que había crecido
en las veredas míticas, ya inmortales,

verde como la vida, aún por investigar.
Yo había venido, esa misma mañana,
desde los muelles de Ringsend y la iglesia de Sandymount,
por el arco de la odisea,
con mi anhelo invisible
de romper el círculo, de liberarme,

como tú tenías el tuyo, hasta que un día
en la ciudad prefigurada,
donde cada paso es un paso del destino
y el reconocimiento sólo llega más tarde,
nos encontramos, tú y yo,
levamos anclas, por fin, y partimos.

Harry Clifton, Dublín, Irlanda, 1952
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: Eccles Street, por Jim Scully   http://www.jimscullyart.ie/
posted with permission of the artist


Eccles Street, Bloomsday 1982

Onesided, stripped of its ghosts,
The half that was left of Eccles Street
Stood empty, on that day of days
My own unconscious feet
Would carry me through
To a blind date, or a rendezvous.

Invisible pressure, invisible heat
Laid down the blue coordinates
Of a hellenic city
From Phoenix Park to the Merrion Gates,
Where disconnected, at one removed
From wisdom, or eternal love,

A million citizens worked, ate meals,
Or dreamt a moment of Joyce,
And felt themselves wholly real,
The equals of fate, the masters of choice,
As I did too, on Eccles Street,
Before ever you and I could meet

In the larger scheme. . . . Coincidence
Ruled invisibly, the casual date
Upstaged by Greek infinities
Moving among us like common sense,
Imprisioning, setting me free
To dream and circumambulate

In a myth too young to be formed.
I would build it myself, from the ruined door
Of  Bella Cohen’s bawdyhouse,
From other basements, other whores
Unbuttoning their blouses
Forever, while traffic swarmed

And the lights outside turned green and red
On shifting planes of reality —
And you, a final student, read
Of Joyce in the National Library,
Or stood in the crowd, my love unseen,
At the unveiling in Stephen’s Green.

An hour went by, on Eccles Street —
Two drunks, at ease in the Mater portals,
Swigged, and sang Republican songs.
I watched a line of taxis wait
And saw where real grass had sprung
Through mythic pavements, already immortal,

Green as life, and unresearched.
I had come, only that morning,
From Ringsend docks, and Sandymount Church,
Along the arc of odyssey,
With my invisible yearning
To break the circle, set myself free,

As you had yours, until one day,
In the prefigured city,
Where every step is a step of fate
And recognition comes only later,
We would meet, you and I,
Weigh anchor at last, and go away.



Un ruinoso hall de ecos. Grita tu nombre,
lo escucharás de nuevo, desde generaciones idas
antes que tú... Los millones de almas
en que se han convertido, míralas, transmigrando,

dejando Europa, arrastrando baúles marineros
a bordo de los pullman — conscientes del rango,
victorianas... Ahí van, a quebrar el banco
del Gran Chaco, a fornicar, a morir borrachas

en una época de desarraigos. Una que echó una moneda
y terminó en Sudamérica, una que huyó de la Guerra,
una que se voló los sesos en el piso solitario
de su puesto de avanzada. Muertas, renacidas

en el lugar del eterno retorno, ¿qué tiene de extraño
que vaciles, con un aire de treinta grados,
un desierto de rieles ahí afuera,
al final de las plataformas, tantos muertos detrás de ti,

padres y antepasados? La praxis del alma
es no pasar, o vivirlas de nuevo en el control de boletos,
el millón de vidas inmigrantes
que brotan como pasto entre las vías.

Harry Clifton, Dublín, Irlanda, 1952
Versión © Gerardo Gambolini


Estación Retiro, Buenos Aires

A run-down hall of echoes. Shout your name,
You will hear it again, from generations
Gone before you... The souls they have become
By the million, look at them, transmigrating

Out of Europe, dragging sailor’s trunks
Aboard the Pullmans — conscious of rank,
Victorian... There they go, to break the bank
Of the Gran Chaco, fornicate, die drunk

In an age of uprootings. One who flipped a coin
For South America, one evading War,
One who blew himself up, on the lonely floor
Of his own outstation. Dead, reborn

In the place of eternal return, is it any wonder
You hesitate, in thirty centigrade air,
A wilderness of shimmering track out there
Beyond the platforms, so many dead before you,

Fathers and forefathers? Not to pass
Or live them through again at ticket-control,
The million immigrant lives that shoot like grass
Between the tracks — is praxis of the soul.


domingo, 17 de julio de 2011

Alberto Laiseca / Otros 3 poemas chinos



Despedida flotante

Hace once años que partiste.
Nadie toca ese laúd pintado de rojo
pero yo todavía escucho su despedida flotante.
Los caballos pasaron ayer frente a la casa donde vivo;
sin embargo, el coral aún tintinea sobre mi mesa.
La tarde no ha terminado
y el campesino sigue empeñado en el arrozal.
Ni la más severa disciplina logró dispersar la niebla de la mañana,
que conservo en el hueco de mi mano.

Yang Ch'eng. Dinastía T'ang.

Alberto Laiseca, Rosario, Argentina, 1941
de Poemas chinos, 1987
imagen: Shen Zhou (1427-1509) – fuente: en.cnci.gov.cn


El trueno de la seda

Escucho el trueno de la seda,
miro el brillo deslumbrador de una piedra opaca,
y huelo las escamas del pez de madera.
Sin embargo, no supe sentir a tiempo tu corazón.

Lu Ch'iu. Dinastía Hsia.

Alberto Laiseca, Rosario, Argentina, 1941
de Poemas chinos, 1987



Pocas desgracias pueden ser tan formidables,
como la de estar deslizado en el tiempo.
Cinco años puede ser todo lo que hace falta
para la diferencia entre el horror y la felicidad.

Ho Yuan Chen. Dinastía Legendaria.

Alberto Laiseca, Rosario, Argentina, 1941
de Poemas chinos, 1987

viernes, 15 de julio de 2011

Fabián Iriarte




Cuando se presente en tu domicilio, sin previo aviso, rayo
en medio del campo desierto (una mirada, la trágica tormenta),
no te creas que será una sola herida, prepara tu cuerpo
porque te cegará y te partirá los huesos, destrozará
tus frases, te rasgará el paisaje de la espalda,
te reducirá
a esa miseria que fue siempre tu lúcida sospecha.

Fabián O. Iriarte, Laprida, Bs. As. 1963
imagen: Cerezo en flor, Yamamoto Baiitsu (1783-1856)



Mientras vamos por este sendero alto de luz matutina
discurriendo indulgentes sobre augustos poetas
abandonados a la peor veneración, la piedad exigua de los siglos,
que con débil convicción multiplican esas voces oídas en arboledas
de academia,
quod non imber edax, non aquilo impotens possuit diruere
Mientras vamos, decía, nos mira
o creo paranoico que nos mira (vaciedad de la piedra su mirada)
el busto de un anciano, representante de la tradición y del hipérbaton,
adustez de mármol su rostro.

Adustez a la que el tiempo, irreverente,
ha arrancado parte de una oreja.

Fabián O. Iriarte, Laprida, Bs. As. 1963



En la línea de la rama que confunde el horizonte
frente al asombro de los ojos de la mañana.
Si tu veux être heureux, ne cueille pas la rose
Después de la luz de lluvias que deslumbran,
la perfección es extraña.

Fabián O. Iriarte, Laprida, Bs. As. 1963

miércoles, 13 de julio de 2011

Jorge Aulicino




Lidiando con la idea de que la poesía es un sujeto sólido.
Atravesando aún los desiertos de la luz,
del agua y el crepitar de los techos.
Patios interiores cubiertos
de pátinas de aceite, el olor grasoso de
las paredes por las que se desliza
la lluvia, el recorrido igual del agua
trazando mapas imprecisos:
disolución de los hemisferios,
huida del reptil confuso, cuyo dispositivo sin embargo
le permite percibir la intensidad del clima:
no los trazados, los diagramas, sino el calor de la sangre, la
cercanía del carnívoro, el acecho de los pájaros de presa.

Jorge Ricardo Aulicino, Buenos Aires, 1949
de Libro del engaño y el desengaño, 2011
imagen: The Last Lake. Fotógrafo: logan.fulcher
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Los diferentes nombres del mismo momento
carcomían la mente de los guerreros
que consultaron el oráculo. Las probabilidades
cambiaban a cada momento. Porque el oráculo
se agotaba en el siguiente, guardando el siguiente
alguna propiedad del primero. Como sobre
una sustancia otra se extiende, y sobre la pintura
se mezcla la pintura, el color incesante del mundo
cambiaba a cada recuento de los tallos,
a cada observación de los pájaros,
a cada mirada de las piedras bajo el torrente.
Cuando ardía al fin el combate, el color de la batalla
tenía aquel matiz iridiscente de la primera palabra.
Volutas de humo sobre la adivinanza del cielo.

Jorge Ricardo Aulicino, Buenos Aires, 1949
de Libro del engaño y el desengaño, 2011

sábado, 9 de julio de 2011

Richard Wilbur




A veces, al despertar, ella cerraba los ojos
para un último vistazo a aquella casa blanca
que sólo conocía en sueños, de la que no tenía escritura
y a la que aún no había entrado, a pesar de sus suspiros.

¿Qué me contó de esa casa suya?
El pilar blanco, la galería, el montante de la puerta,
un mirador hacia la costa pedregosa,
los vientos salinos que agitan los abetos del lugar.

¿Ella está ahí ahora, dondequiera que sea ahí?
Sólo un tonto esperaría encontrar
ese puerto sereno forjado por su mente soñadora.
Noche tras noche, amor, me hago a la mar.

Richard Wilbur, New York, Estados Unidos, 1921
Versión © Gerardo Gambolini
imagen: Henry Harding Bingley, The Seashore (1962)


The House

Sometimes, on waking, she would close her eyes
For a last look at that white house she knew
In sleep alone, and held no title to,
And had not entered yet, for all her sighs.

What did she tell me of that house of hers?
White gatepost; terrace; fanlight of the door;
A widow’s walk above the bouldered shore;
Salt winds that ruffle the surrounding firs.

Is she now there, wherever there may be?
Only a foolish man would hope to find
That haven fashioned by her dreaming mind.
Night after night, my love, I put to sea.